I. EL PAR DE GUANTES : Charles Dickens
I. EL PAR DE GUANTES
—Es una historia muy singular, señor —dijo el
inspector Wield, de la brigada de detectives de la policía, quien, en compañía de los sargentos
Dornton y Mith,noshizo otra visita al atardecer, un día
de julio—, y he pensado que le gustaría conocerla.
»Se refiere al asesinato de la joven Eliza
Grimwood, hace unos años, en Waterloo Road. La llamaban coloquialmente «la Condesa», por su
belleza y su porte arrogante, y cuando vi a la pobre Condesa (llegué a conocerla bien, por así decir),
muerta, degollada, en el suelo de su dormitorio, créame si le digo que me vinieron a la cabeza
pensamientos muy lúgubres.
»Pero eso no viene al caso. Me presenté en su
residencia la mañana siguiente al asesinato, examiné el
cadáver y procedí a hacer un registro general del dormitorio. Al levantar la
almohada de
la cama
encontré un par de guantes. Un par de guantes de caballero, muy sucios, con las
iniciales Tr. bordadas en el
forro, y al lado una cruz.
»Me llevé los
guantes para enseñárselos al juez de Union Hall, a quien correspondía juzgar el caso. Me dice:
»—Wield, no
cabe duda de que este hallazgo puede conducirnos a una revelación muy
importante. Tiene usted
que averiguar, Wield, a quién pertenecen estos guantes.
»Yo era de la
misma opinión, claro está, y me puse a investigar sin pérdida de tiempo.
Examiné los guantes
atentamente, y tuve la certeza de que los habían limpiado. Olían a azufre y a
brea, ¿sabe
usted?, que es
lo que suele usarse para limpiar los guantes. Se los llevé a un amigo de
Kennington que tiene una
tintorería, y le dije:
»—Dime, ¿qué
te parece? ¿Se han limpiado estos guantes?
»—Estos
guantes se han limpiado.
»—¿Tienes idea
de quién los ha limpiado?
»—En absoluto.
Pero tengo una idea muy clara de quién no los ha limpiado, y ése soy yo. Aunque puedo decirte
una cosa, Wield: no hay más que ocho o nueve personas que limpien guantes en
Londres —no
las había por aquel entonces, al parecer— y puedo darte sus direcciones para
que averigües
quién los ha limpiado.
»Me dio las
direcciones, fui aquí y allá, hablé con uno y con otro y, aunque todos
coincidieron en que alguien
había limpiado los guantes, no encontré al hombre, la mujer o el niño que se
hubiera
encargado de
ellos.
»Entre que el
uno no estaba en casa, y que el otro no volvería hasta la tarde y tal y cual,
la investigación me llevó tres días. A última hora de la tarde del tercer día,
volviendo de la orilla de Surrey por el puente de Waterloo, bastante cansado y
muy desconcertado y abatido, pensé gastarme un chelín y distraerme en el Teatro
del Liceo, para refrescarme un poco. Así que compré una entrada de platea, a
mitad de precio, y me senté al lado de un joven muy callado y discreto. Al ver
que yo no era un espectador habitual (supongo que se me notaba), me explicó quiénes
eran los actores, y trabamos conversación. Cuando terminó la función, salimos
juntos, y le dije:
»—Hemos pasado un rato muy agradable, ¿aceptaría usted una invitación?
»—Es usted muy amable —dice—. Con mucho gusto acepto la invitación.
»Fuimos a un
local, cerca del teatro, nos sentamos en una sala tranquila del primer piso y pedimos
una pinta y una pipa.
»Pues bien,
nos fumamos nuestras pipas, nos bebimos nuestras pintas y tuvimos una
conversación muy grata, hasta que el joven dice:
»—Le ruego que me disculpe por no quedarme mucho rato, pero tengo que volver
a casa pronto. Trabajo toda la noche.
»—¿Trabaja toda la noche? ¿No será usted panadero?
»—No —dice, riéndose—. No soy panadero.
»—No me lo parecía. No tiene usted pinta de camarero.
»—No. Soy limpiador de guantes.
»En la vida
había sentido mayor perplejidad que cuando estas palabras salieron de sus
labios.
»—¿Es usted limpiador de guantes?
»—Sí. Eso soy.
»—En ese caso —digo, sacando los guantes de mi bolsillo—, quizá pueda decirme quién limpió este par de guantes. Es una historia
extraña. Verá. El otro día estuve cenando en un restaurante de Lambeth, un
establecimiento desenfadado… bastante promiscuo… donde hay señoritas de compañía… y algún caballero se
olvidó allí estos guantes. Otro caballero y yo apostamos un soberano a que yo
no averiguaba de quién eran los guantes. He gastado ya siete chelines tratando
de descubrirlo, pero, si pudiera usted ayudarme, de buena gana gastaría otros
siete. Mire, llevan una cruz por dentro, y unas iniciales: Tr.
»—Ya lo veo. ¡Conozco muy bien estos guantes! He visto
docenas de pares de la misma persona.
»—¡No! —digo.
»—Sí —dice.
»—Entonces ¿sabe quién los ha limpiado?
»—Lo sé muy bien. Los limpió mi padre.
»—¿Dónde vive su padre? —digo.
»—A la vuelta de la esquina —dice—, cerca de Exeter Street. Él podrá decirle de quién son.
»—¿Tendría la bondad de acompañarme?
»—Desde luego. Pero no le diga a mi padre que nos hemos conocido en el
teatro, porque podría
no gustarle.
»—¡De acuerdo!
»Vamos a la
casa, y allí me encuentro con un anciano que lleva un mandil blanco, con dos o
tres
hijas,
frotando y limpiando montones de guantes en una salita.
»—Oye, padre —dice el joven—. Aquí hay alguien que ha hecho una apuesta para descubrir de
quién son unos
guantes, y le he dicho que tú puedes decírselo.
»—Buenas noches, señor —le digo al anciano—. Éstos son los guantes que dice su hijo. Llevan
las iniciales
Tr., y una cruz.
»—Sí —dice—. Conozco muy bien esos guantes. Son del señor Trinkle, un famoso tapicero
de
Cheapside.
»—¿Se los entregó el señor Trinkle personalmente, si
me permite preguntarlo?
»—No. Trinkle siempre se los da al señor Phibbs, que tiene una mercería en la
acera de enfrente,
y él me los da
a mí.
»—¿Aceptaría usted una invitación? —digo.
»—Con mucho gusto —dice. Conque me llevo al anciano, paso un
buen rato charlando con él y
con su hijo y
nos despedimos tan amigos.
»Esto ocurrió
a última hora de la noche del sábado. Lo primero que hice el lunes por la mañana
fue
presentarme en la mercería de Cheapside.
»—¿Está el señor Phibbs?
»—Yo soy Phibbs.
»—¡Ah! Creo que llevó usted estos guantes a limpiar.
»—Sí, por encargo del joven Trinkle, de ahí enfrente. ¡Está en su tienda!
»—¡Ah! ¿Es el hombre que está en
la tienda? ¿El del gabán verde?
»—El mismo.
»—Verá, señor Phibbs. Esto es un asunto muy desagradable. Soy el inspector
Wield, de la brigada de detectives,
y encontré estos guantes debajo de la almohada de la joven a la que asesinaron
hace
unos días en
Waterloo Road.
»—¡Válgame Dios! —dice—. Es un joven muy respetable. Si se entera
de esto su pobre padre, ¡no podrá
resistirlo!
»—Lo lamento mucho, pero tengo que llevarlo detenido.
»—¡Válgame Dios! —repite Phibbs—. ¿No se puede hacer nada?
»—Nada.
»—¿Me permite que vaya a avisarlo? Para que su padre
no lo vea.
»—No tengo ningún inconveniente, señor Phibbs, pero, por desgracia, no puedo
permitir que se
comuniquen
ustedes. Si lo intentaran, me vería en la obligación de impedirlo. ¿Por qué no le hace una
seña, para que
venga?
»El señor
Phibbs le hizo señas desde la puerta, y el tapicero cruzó la calle al momento.
Era un
joven elegante
y enérgico.
»—Buenos días, señor —digo.
»—Buenos días, señor —dice.
»—¿Puedo preguntarle si conoce usted a alguien que se
apellide Grimwood?
»—¡Grimwood! —dice—. ¡Grinwood! No.
»—¿Conoce usted Waterloo Road?
»—Pues claro que conozco Waterloo Road.
»—¿Y por casualidad sabe usted que allí asesinaron a
una muchacha?
»—Sí, lo leí en el periódico, y lo sentí mucho.
»—Estos guantes son de usted, y estaban debajo de su almohada, la mañana siguiente.
»Se quedó
horrorizado, señor, ¡horrorizado!
»—Señor Wield —dice—, le juro solemnemente que jamás he estado allí. ¡No he visto a esa muchacha en mi vida!
»—A decir verdad, no creo que sea usted el asesino, pero tengo que llevarlo a
Union Hall. Sin embargo, considero, que tratándose de un caso como éste, el
magistrado tiene que interrogarlo.
»Se realizó un
interrogatorio en privado, y se descubrió que el joven conocía a una prima de
la desdichada Eliza Grimwood, que había estado con ella uno o dos días antes
del crimen y se había dejado los guantes encima de la mesa. ¿Y quién llegó poco después? ¡Eliza Grimwood!
»—¿De quién son estos guantes? —dice.
»—Son del señor Trinkle —dice su prima.
»—Pues están muy sucios, y no creo que sirvan para nada. Me los llevaré para
que mi criada limpie la chimenea. —Y se los guardó en el
bolsillo. La criada los usó para limpiar la chimenea y, estoy seguro, los dejó
en el dormitorio, encima de la repisa, o en la cómoda, o donde fuera, y su señora,
cuando fue a repasar la habitación, los cogió y los guardó debajo de la
almohada, donde yo los encontré.
ȃsa es la
historia, señor.
Charles Dickens (1812-1870) nació en
Portsmouth, segundo de los ocho hijos de un funcionario de la Marina. A los
doce años, encarcelado el padre por deudas, tuvo que ponerse a trabajar en una fábrica
de betún. Su educación fue irregular: aprendió por su cuenta taquigrafía,
trabajó en el bufete de un abogado y finalmente fue corresponsal parlamentario
de The Morning
Chronicle. Sus artículos, luego recogidos en Bosquejos de Boz (1836-1837), tuvieron un gran éxito y, con la aparición en esos mismos años
de Papeles póstumos del
club Pickwick, Dickens se convirtió en un auténtico fenómeno
editorial. Novelas como Oliver Twist (1837), Dombey e hijo (1846-1848),David Copperfield (1849- 1850), Casa Desolada (1852-1853), La pequeña Dorrit (1855-1857), Historia de dos ciudades (1859) y Grandes esperanzas (1860-1861) alcanzarían una enorme popularidad y fueron decisivas para el desarrollo
del género novelístico. En 1850 fundó su propia revista, All the Year Round, en la que publicó por entregas novelas suyas y de otros escritores. Murió
en Londres en 1870.
«La brigada de detectives del cuerpo de policía»
(«The Detective Police») se publicó en Household Words, la revista de la que era editor antes de fundar la suya propia, en los números
del 27 de julio y del 1 de agosto de 1850. «Tres anécdotas de detectives» («Three
Detective Anecdotes») apareció en el número del 14 de septiembre de 1850 de la
misma revista. Los dos textos se enmarcan
dentro de la obra periodística de Dickens y
traslucen su interés por la entonces novedosa profesión de policía. Parte de
sus observaciones le ayudarán a construir el personaje del inspector Bucket en Casa Desolada, pero en estas anécdotas escritas a vuelapluma, ágiles y certeras, lo que
se perfila es el
detective como una nueva voz, un nuevo
narrador con acceso a aventuras nuevas y, sobre todo, a relaciones distintas
con los mundos callejeros. Este enfoque casi impresionista, el desinterés por
el desenlace de las aventuras, inusitado en la literatura detectivesca,
habitualmente obsesionada por atar
los cabos de un relato, imprime en estas
historias una desconcertante modernidad.
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