Novelas cortas de Julia de Asensi
Novelas cortas
de Julia de Asensi
de Julia de Asensi
Julia
de Asensi
(4 de mayo de 1859 - 1921)
Escritora, periodista y traductora española.
- Los dos vecinos
- La fuga
- La casa donde murió
- La gota de agua
- La mariposa
Los dos vecinos
- I -
-Debe ser rubia,
tener los ojos azules, una figura sentimental -dijo Santiago.
-Te equivocas
-replicó Anselmo-; debe ser morena, con brillantes ojos negros, cabellos de
azabache, abundantes y sedosos...
-No -interrumpió
Genaro-; ni lo uno ni lo otro. Pelo castaño, ojos garzos, pálida, hermosa,
elegante, esbelta.
-¿De quién se
trata? -preguntó Rafael, entrando en la habitación de la fonda donde discutían
sus tres amigos.
-Ven aquí, Rafael
-dijo Santiago-; nadie mejor que tú puede sacarnos de esta duda. Aunque has
llegado al pueblo hace pocos días, de seguro habrás observado que enfrente de
tu casa vive una mujer acompañada de dos criados viejos, verdaderos Argos que
la guardan y la vigilan, sin permitir que nadie se aproxime a su morada.
Ninguno de nosotros ha alcanzado la suerte de ver a tu vecina, y hablábamos del
tipo que imaginábamos debía tener. Tú, sin duda, la habrás visto, y podrás
decirnos cuál acierta de los tres.
-Sé, en efecto, que
enfrente de mi casa vive una mujer que, como vosotros, supongo será joven y
hermosa -contestó Rafael-; de noche llegan hasta mí las dulces melodías que
sabe arrancar de su arpa o los suaves acentos de su voz; pero en cuanto a
haberla visto, os aseguro que jamás he tenido esa suerte, y sólo he logrado
vislumbrar una vaga sombra detrás de las persianas de sus balcones. Hasta ahora
me he ocupado muy poco de ella; la muerte de mi tío, su recuerdo, que me
persigue sin cesar en esa casa que él habitó y que heredé a su fallecimiento,
todo contribuye a que no busque gratas sensaciones; así es que apenas me he
asomado a la ventana desde que llegué, y cuando lo hago es como mi misteriosa
vecina, detrás de las persianas; así observo sin que nadie pueda fijarse en mí.
-¿De modo que no te
es posible decirnos nada respecto a ella? -preguntó Anselmo.
-Nada -contestó
Rafael.
-Yo apuesto un
almuerzo a que he acertado -dijo Genaro.
-Y yo lo mismo
-añadió Santiago.
-Y yo igual
-murmuró Anselmo.
-En cuanto sepa
quién gana, os lo comunicaré -dijo Rafael-. En mi calidad de vecino, podré
saber antes que vosotros lo que deseáis averiguar, y tendré el gusto en dar la
nueva al vencedor.
-Mañana -repuso
Santiago-, partiremos los tres de caza al monte, y volveremos dentro de unos
ocho días; entonces nos dirás cuál ha ganado de los tres.
-¿Tú no nos
acompañas? -preguntó a Rafael Anselmo.
-No puedo -contestó
el joven-; y además de tener ocupaciones, soy poco aficionado a la caza.
-Supongo que no
habrás olvidado que nos prometiste comer hoy con nosotros -dijo Genaro.
-No; principalmente
he venido por eso.
Durante la comida
se habló de la misteriosa vecina; se renovaron las apuestas, y a las once se
separaron Rafael y sus tres compañeros, quedando estos en la fonda y regresando
el primero a su morada.
- II -
Cuando Rafael entró
en su cuarto, en vez de hacer alumbrar la habitación, dio orden a su criado de
que se retirase, y asomándose a la ventana, se apoyó en el alféizar, fijando
sus miradas en la casa de enfrente.
La noche estaba
obscura, el aire era tibio, y hasta el joven llegaba el aroma de las flores que
adornaban los balcones de la vivienda de su vecina.
Las persianas de
aquellos estaban cerradas, y apenas se veía entre alguna un débil rayo de luz.
Lo que sí percibía claramente Rafael era el sonido dulce y melancólico de una
pieza musical tocada magistralmente en el arpa.
-¡Cuánto daría por
ver a la que así expresa con la música las sensaciones de su alma! -exclamó.
Poco a poco se
fueron extinguiendo todas las luces; la casa de enfrente quedó como la de
Rafael, envuelta en la sombra, y entonces oyó el joven el ruido de una persiana
que se abría. Vagamente divisó la figura esbelta y graciosa de una mujer
vestida de blanco, que se asomó a uno de los balcones, apoyando sus brazos en
la barandilla. Así pasó un cuarto de hora, y al cabo de él las campanas de la
iglesia cercana empezaron a tocar con tal precipitación, que los dos vecinos no
pudieron menos de asombrarse.
Sin embargo, la
sorpresa de Rafael no fue de larga duración, porque bien pronto vio a lo lejos
un resplandor rojizo y una columna de humo que se elevaba al cielo.
Un hombre pasó
rápidamente por la calle.
-Dios mío, ¿qué
sucede? -preguntó ella dirigiéndose sin duda al transeúnte, que no la oyó.
Rafael, al escuchar
aquel dulce acento, se sintió impresionado, y se apresuró a contestar.
-Señora, es un
incendio.
-¡Un incendio! ¿Y
se sabe dónde?
-Debe ser en la fábrica
de papeles pintados que hay no lejos de aquí.
-¡Qué desgracia!
-exclamó la vecina-. ¡Cuántas familias quedarán pereciendo si el fuego es de
consideración!
-Corro a verlo y
traeré a usted noticias.
Media hora después
volvía Rafael a ocupar su puesto en la ventana de su casa.
-Señora -dijo a su
vecina que permanecía inmóvil-, el incendio ha sido cortado y no hay que
lamentar grandes pérdidas. El pueblo en masa ha trabajado con ahínco para que
se extinga.
-Gracias al cielo,
puedo retirarme tranquila. Le agradezco el servicio que me ha prestado, pues sé
que no tengo ninguna desdicha que lamentar.
-¿Se va usted ya?
-Es muy tarde.
-¿Quiere usted
hacerme un favor?
-Si está en mi
mano...
-Precisamente: que
antes de retirarse a sus habitaciones toque un momento el arpa.
La vecina se
retiró, y poco después volvían a sonar los suaves acordes del instrumento.
Rafael no se apartó de la ventana hasta que la vecina dejó de tocar; entonces
se alejó; y durante toda la noche no cesó de soñar con ella.
- III -
A las once en punto
de la siguiente, Rafael se asomó, y su vecina no tardó en imitarle. Habían
hablado la víspera y era natural que se saludasen. Ambos tenían curiosidad por
saber quiénes eran el uno y el otro, y él sacó la conversación sobre esto,
empezando por decir:
-¿Hace mucho tiempo
que se halla usted en este pueblo?
-Quince días
-contestó ella.
-Yo también hace
poco que he llegado. Vivía en Madrid, y tenía en esta tierra a un hermano de mi
madre, al que quería mucho, y que ha muerto ahora, dejándome por heredero de
todos sus bienes. Mi tío era muy conocido y apreciado aquí, D. Antonio León.
-Era amigo de mi
padre -interrumpió ella.
-Es posible. ¿Cómo
se llama su señor padre?
-Pedro Vázquez.
-No recuerdo
haberlo oído nombrar. ¿Vive todavía?
-Tengo la desgracia
de ser huérfana.
-¿Está usted aquí
sola?
-Completamente
sola.
-¿No tiene usted
familia, ni hermano, ni esposo? -preguntó Rafael.
-No tengo hermano,
y soy soltera -contestó ella.
El joven respiró
libremente.
-¿Vive usted por
placer en este pueblo? -preguntó pasado un instante.
-Me han mandado los
médicos aspirar los aires puros del campo, y he elegido con preferencia este
lugar porque no se halla lejos de la corte, donde he habitado siempre. Por lo
demás, sé que todo cuanto haga será inútil porque mi mal no tiene remedio.
-¿Está usted
enferma?
-Sí señor.
-No será tan grave
como piensa.
-Tanto que temo
morir aquí.
-¿Por qué tiene
usted tan triste pensamiento?
-Quisiera
equivocarme -murmuró ella-, pues a los veinticinco años nadie muere contento;
pero si Dios lo dispone, me resignaré.
-Bien, es joven,
pensó Rafael; ahora me falta verla y averiguar su nombre.
Hubo una breve
pausa y él continuó:
-No se la encuentra
a usted en ningún lado.
-No voy más que al
jardín -contestó ella.
-¿Ni a misa?
-Me la dicen en el
oratorio que tengo en mi casa.
-¿Le han prohibido
a usted salir?
-Me lo he prohibido
yo.
-¿Puedo saber por
qué?
-Es un secreto.
-¿Sería
indiscreción hacer a usted otra pregunta? -prosiguió Rafael.
-De ningún modo
-respondió la joven-, hable usted.
-Desearía saber el
nombre de mi vecina.
-Me llamo Carlota.
¿Y usted?
-Yo Rafael Torres.
Solo me resta pedirle un favor: ¿consentirá en asomarse un rato todas las
noches?
-Me asomaré con
mucho gusto.
-¿No faltará usted
nunca?
-Nunca. Las doce da
el reloj de la parroquia y es hora que me vaya. Buenas noches.
Los dos se
alejaron, y desde aquel día se hablaron a la hora convenida, y pronto pudieron
convencerse de que no eran indiferentes el uno al otro.
- IV -
Cuando Anselmo,
Santiago y Genaro regresaron al pueblo, Rafael no pudo decirles aún cómo era el
rostro de su misteriosa vecina.
Aunque el tiempo se
había serenado, la luna salía tan tarde que Carlota y Rafael se retiraban antes
que la reina de la noche esparciese su luz de plata sobre la tierra. Parecía
que ambos jóvenes ponían especial cuidado en no encontrarse en calles o paseos,
lo que nada tenía de particular, porque Carlota no abandonaba jamás su
vivienda. En cuanto a Rafael, a causa del luto por su tío, no iba a ninguna
diversión, y únicamente visitaba a sus amigos. Estos se alejaron de nuevo de
aquel lugar, prometiendo a Rafael volver a verle pronto.
Así estaban las
cosas, cuando el joven se decidió por fin a decir a Carlota que la amaba,
teniendo la inmensa satisfacción de saber que era correspondido. Fueron aquellos
unos amores por demás extraños. Se hablaban de noche, no se conocían, ni
parecían desear verse.
Él comprendía que
ella era alta, esbelta y elegante, pero no podía descubrir sus facciones; ella
creía adivinar que él tenía mediana estatura, que su porte era distinguido,
pero ignoraba si era feo o hermoso. ¿Qué les importaba esto? Su amor tenía
mucho de ideal y algo de fantástico, ambos soñaban con la belleza del alma,
importándoles poco su envoltura; pero esto no se lo decían jamás, y los dos
vivían en un error del que nadie podía sacarles.
Rafael tenía un
criado que le profesaba verdadero cariño, y Carlota, como ya hemos dicho, dos
viejos servidores que la habían conocido desde niña. Los tres criados se
hablaban con frecuencia, y un día por la mañana se hallaron en la calle la
anciana Dominga y el buen Roque.
-¿Qué tal está tu
señora? -preguntó él
-Algo delicada
-respondió ella-; ¿y tu señor?
-Mi amo sigue bueno
-contestó Roque.
¿Cuántos años hace
que estás al servicio de la señorita Carlota?
-Veinte; tenía ella
cinco cuando entré en su casa; la quiero como si fuera una hija mía. Quedó
huérfana muy niña y era ya muy débil y enfermiza; ahora se ha fortalecido algo;
pero los médicos me han dicho en secreto que no vivirá largos años. No sé cómo
podré estar sin ella.
-Y... ¿es hermosa
tu ama? ¿Cómo son sus cabellos?
-Así... rubios.
-¿Y sus facciones?
-No me he fijado.
-¿Cómo son sus
ojos?
-¿Sus ojos? ¡Ah! No
sé. Y tu señor, ¿cómo es?
-Como otros muchos
hombres respecto a la figura; pero ¡es tan bueno! ¡No quisiera cambiar nunca de
amo!
-¡Ojalá tuviéramos
los mismos señores! -suspiró Dominga.
-¡Ojalá! -repitió
melancólicamente Roque.
Y ambos se
separaron tristes y pensativos.
- V -
Llegó el otoño y ni
Rafael ni Carlota pensaron en volver a la corte. Ambos vivían felices en medio
de aquella soledad que les rodeaba; se amaban con ternura, y nada había más
puro ni más poético que sus conversaciones nocturnas, que iban siendo más
largas conforme anochecía más temprano.
Un día la joven
faltó a la cita, y Rafael, lleno de ansiedad, la aguardó inútilmente hasta que
lució el alba. A la mañana siguiente envió a Roque a preguntar qué sucedía, con
encargo de llevar una carta para Carlota. El fiel criado supo por Dominga que
su señora se hallaba enferma, y que no había podido desde la víspera abandonar
el lecho. Avisado el médico había dicho que la joven estaba muy grave de la
afección al corazón que padecía, y desesperaba de curarla.
El dolor de Rafael
no tuvo límites, no bastando para consolarle la presencia de sus tres amigos,
que acababan de llegar al pueblo con objeto de pasar con él una corta
temporada.
Una mañana, las
campanas de la parroquia lanzaban un fúnebre tañido. Carlota había muerto sin
que Rafael lograse verla antes de expirar. Lo que no había pensado en vida de
la joven quiso realizarlo después de muerta; anheló mirarla de cerca una vez al
menos, y cuando supo que había llegado la hora del entierro, se dirigió
lentamente al cementerio acompañado de Anselmo, Genaro y Santiago, que conocían
sus amores y no habían querido separarse de él.
Pronto se detuvo a
la puerta del camposanto el coche que conducía los restos mortales de la
infeliz joven. Cuatro hombres bajaron el ataúd, lo llevaron junto a una
sepultura abierta, y lo depositaron en el suelo.
Descubierta la caja,
y mientras el cura recitaba con monótono acento las oraciones de los difuntos,
Rafael dio algunos pasos hacia adelante, murmuró varias palabras ininteligibles
y hubiera caído al suelo sin sentido, a no haberle sostenido en sus brazos sus
amigos, que corrieron a él con solícito interés. Lo primero que hicieron fue
alejarle de aquellos tristes lugares guiándole a un sitio apartado del mismo
cementerio, desde el que no se veía el entierro de Carlota, y gracias a los
cuidados de los tres, volvió el joven en sí.
-¿Dónde está?
¡Quiero verla!- exclamó desasiéndose de los brazos de sus compañeros.
-Apóyate en mí y te
conduciré donde se halla su cuerpo-, dijo Genaro.
Cuando llegaron, el
ataúd estaba dentro de la sepultura, casi cubierto por la tierra que sobre él
arrojaba el enterrador.
-¡Demasiado tarde!
-murmuró Rafael.
Un viejo que
lloraba le miró sorprendido.
-Señor -dijo-, yo
soy Gil, el criado de la señorita Carlota, y no puedo menos de agradecer el
dolor que demuestra usted por su muerte. Dígame su nombre para que eternamente
lo recuerde.
-Me llamo Rafael.
-¡Rafael! -repitió
Gil con asombro-. ¿Era usted su vecino?
-El mismo.
-¡Cuánto le quería
ella a usted! ¿Por qué no fue a visitarla nunca?
-Hoy que Carlota ha
muerto, no tengo para qué ocultarlo -dijo tristemente Rafael-. Imaginaba a mi
vecina una mujer tan bella como espiritual; sabía que mi figura debía
desagradarle, y le hice el amor a la luz de las estrellas, cuando Carlota no
podía verme bien. Creo que mi alma vale más que mi cuerpo, puesto que ella me
quiso, mientras las demás mujeres que me vieron me desdeñaron, y esto me obligó
a ocultarme constantemente a mi vecina. Por eso huí las ocasiones de verla,
para que Carlota no me viera a mí.
-Pero ¿por qué,
señor?
-El por qué no
puede oscurecérsete -murmuró Rafael-. ¿No ves mi cuerpo contrahecho y mi rostro
feo y repulsivo?
-¡Señor, señor!
-dijo el criado-, esa no era causa suficiente para que no se presentase usted a
mi ama. Ella también huía las ocasiones de encontrar a usted; le atormentaba la
idea de que al conocerla no la amase; ella se había hallado igualmente
abandonada por los hombres en los que no encontraba cariño ni protección; temía
que si usted la viera la olvidase...
-Pero ¿por qué?
-interrumpió Rafael.
-Tenía una vejez
prematura, sus cabellos habían encanecido, arrugas precoces surcaban su frente,
lloraba mucho su desdicha, y solo encontraba consuelo, antes en la música,
después en su amor. Apenas llegaba la noche, su rostro se animaba, parecía quo
no tenía alma más que para escuchar a usted, y en aquellas horas recobraba vida
y fuerzas para el siguiente día. ¿Por qué no fue a verla? Dice que no es
hermoso, que el cielo le ha castigado haciéndole lisiado. ¡Ah! D. Rafael, mi
señora no lo hubiese sabido, ella le hubiera adorado siempre y usted la hubiera
adorado de igual modo.
-Pero mi figura...
-Mi ama no la
hubiera visto: la señorita Carlota era ciega de nacimiento.
-¡Dios mío!
-murmuró Rafael-. He perdido la única mujer que me hubiera querido en la tierra
La fuga
La
casa era espaciosa, con la fachada pintada de azul; se componía de tres pisos,
tenía dos puertas y muchas ventanas, algunas con reja. Una torre con una cruz
indicaba dónde se hallaba la capilla. Rodeaba el edificio un extenso jardín, no
muy bien cuidado, con elevados árboles, cuyas ramas se enlazaban entre sí
formando caprichosos arcos, algunas flores de fácil cultivo y una fuente con
una estatua mutilada.
Una
puerta de hierro daba a una calle de regular apariencia; otra pequeña, bastante
vieja y que no se abría casi nunca, al campo. Este presentaba en aquella
estación, a mediados de la primavera, un bello aspecto con sus verdes espigas,
sus encendidas amapolas y sus Poéticas margaritas.
¿Se
celebraba alguna fiesta en aquella morada? Un gallardo joven tocaba la guitarra
con bastante gracia y de vez en cuando entonaba una dulce canción. Al compás de
la música bailaban dos alegres parejas, mientras un caballero las contemplaba
sonriendo, como recordando alguna época no muy lejana en que se hubiera
entregado a esas gratas expansiones.
Un
anciano de venerable aspecto, el jefe sin duda de aquella numerosa familia, se
paseaba melancólicamente en compañía de un hombre de menos edad, y algunos
otros se encontraban sentados en bancos de piedra o sillas rústicas, hablando
animadamente.
Lejos
del bullicio, sola, triste, contemplando las flores de un rosal, se veía a una
joven de incomparable hermosura, vestida de blanco. Era tal su inmovilidad, que
de lejos parecía una estatua de mármol.
Tenía
el cabello rubio, los ojos negros; era blanca, pálida, con perfectas facciones,
manos delicadas, pies de niña.
¿Estaba
contando sus penas a las rosas? ¿Vivía tan aislada que no tenía a quién referir
la causa de su dolor?
Más
de un cuarto de hora permaneció en el mismo sitio y en la misma postura, hasta
que la sacó de su ensimismamiento un bello joven que se aproximó cautelosamente
a ella.
-¿Estás
sola? -le preguntó en voz baja.
La
mujer se estremeció al oír aquellas palabras y no contestó.
-¿Tienes
miedo de que tu padre nos oiga? -prosiguió él-. No temas, está lejos, muy
lejos, paseando con su amigo y confidente Raimundo. ¡Pobre Aurora mía! ¡Cuánto
hemos sufrido por él! Hoy, burlando su vigilancia, he llegado hasta aquí,
porque necesito hablarte. ¿Persiste en su idea de casarte con otro porque no
soy bastante rico para unirme contigo? ¿Es esta una resolución irrevocable?
-No
es ese su proyecto ahora -contestó la joven con apasionado acento-. Viendo que
no puedo amar a nadie más que a ti, no me obliga a que me case con otro, quiere
que sea monja.
-¿Y
lo serás?
-Nunca.
La vida del convento me espanta, porque en mis oraciones mezclaría sin cesar tu
recuerdo al de Dios.
-¿Y
cómo sería de otro modo? ¿No te has criado al lado mío? ¿No hemos jugado juntos
en nuestra infancia?
-Desde
la edad de cinco años te quiero todo lo que puede amar mi corazón.
¿Te
acuerdas de aquel día en que fuimos a la feria de Santa Marta y me compraste la
primera muñeca? ¿Y mucho más tarde, de aquel en que me diste el primer ramo de
flores? Y aun después, ¿de aquel en que me escribiste la primera carta de amor?
-Sí
-murmuró él-, y del primer vals que bailamos, y de la primera flor que me diste
y que ya marchita conservo con uno de tus rizos en la caja de mis recuerdos, y
de los anillos que cambiamos. ¿No llevas el tuyo?
La
joven inclinó la cabeza sobre el pecho y no respondió.
-Mira
el mío -prosiguió el apasionado doncel-; jamás se apartará de mí. Pero ya
comprendo, tu padre no habrá consentido en que lleves la sortija y te la habrá
quitado...
-Silencio,
Salvador -interrumpió Aurora-, alguien se acerca.
Se
separaron precipitadamente; él se ocultó y la niña continuó mirando los
rosales.
El
anciano de los cabellos blancos se aproximó, le dirigió algunas cariñosas
frases y luego continuó su camino.
-¡Y
parece tan bueno, y que me ama tanto! -exclamó Aurora-. ¿Por qué habré nacido
tan desgraciada?
Cinco
minutos después Salvador se encontraba de nuevo al lado de ella.
-Esta
vida que llevamos no es soportable -murmuró el joven-; vigilados a todas horas
por tu tirano, hace años que apenas podemos cambiar algunas palabras, y día
llegará en que no nos veamos ni un segundo. ¿Quieres huir conmigo?
-No
me atrevo.
-Yo
abriré esa puerta que da al campo, débil obstáculo para mí; saldremos, te
llevaré en un coche, partiremos a la ciudad más próxima, de allí a Italia, a
Suiza; haremos que tu padre pierda nuestro rastro; viviremos felices en una
casita humilde, pero poética, que embellecerás con tu presencia. ¿No
consientes?
-Nos
hallarán.
-No
temas. La ocasión se presenta ahora mejor que nunca; desde aquí veo a tu padre
que habla con tu primo que está tocando para que bailen esos amantes dichosos,
no se ocupa de ti y menos de mí, a quien cree ausente; ven, amada mía.
Y
al decir esto arrastraba a Aurora hacia aquel lado del jardín, en que estaba la
puerta pequeña.
Ella
dudaba y vacilaba aún. De repente se oyeron ahogados gritos hacia el otro
extremo del parque, o en la calle quizás, y esto fue causa de que todos fijasen
su atención en aquel accidente, sin ocuparse de Salvador y de su compañera.
-¿Cuándo
hallaremos ocasión más propicia? -continuó él.
Y
procuró persuadirla. Ella no replicaba ya, y dejaba que él la guiase.
La
llave de la puerta estaba quitada, pero la madera era vieja. Salvador era
fuerte y vigoroso, y después de un rato de infructuosos intentos, logró por fin
abrir.
-¡Libres!
-exclamó el joven-, libres y para siempre.
Ella
dirigió una última mirada al jardín y siguió de buen grado a su amante.
Anduvieron por espacio de más de dos horas sin cambiar más que algunas
palabras. Ella se sintió fatigada por fin, y quiso descansar.
Se
sentaron en el campo, cerca de un arroyuelo, a cuyas orillas estaba un pastor,
casi un niño, comiendo con excelente apetito un pedazo de pan que cortaba con
un cuchillo.
Sus
cabras triscaban entre la verde hierba, sin que él las perdiese de vista.
-¡Qué
feliz eres, muchacho! -exclamó Salvador-. Te contentas con vivir al aire libre,
tomando una miserable comida y en una eterna soledad. ¿No lees nunca?
-No
sé leer -contestó el niño.
-¿No
hablas jamás?
-Sí,
señor, con mis cabras. Les pongo nombres, por los que atienden; las acaricio y
noto que me lo agradecen, mientras que los hombres me pegan o se ríen de mí.
-¿No
tienes padres?
-No,
señor; no los he conocido.
-¿Y
amigos tampoco?
-¿Quién
había de querer ser amigo de un miserable como yo?
-¿Ni
amores?
Una
sonrisa estúpida se dibujó en los labios del pastorcillo, que dijo:
-No
me disgusta Anica, la pastora.
-¿Y
se lo has dicho?
-Sí.
-Y
ella, ¿qué te ha contestado?
-Que
soy un animal.
-Es
decir, ¿que te desprecia?
-Mi
amo asegura que es muy difícil saber lo que siente y lo que piensa una mujer, y
que a veces quieren más las que parecen amar menos. ¡Como no podemos ver lo que
pasa en su corazón!
-Es
verdad, muchacho; nunca habrás dicho una cosa más cierta.
Mientras
hablaban Salvador y el pastorcillo, Aurora, rendida por el cansancio de aquella
larga caminata, y quizá también por sus emociones, se había quedado dormida. Su
hermosa e interesante cabeza descansaba sobre uno de sus brazos y parecía estar
tan tranquila como si reposase sobre un mullido lecho.
Algunas
pardas nubes empañaban el puro azul del cielo, frescas ráfagas de aire habían
reemplazado al sofocante calor de aquel día, que más bien parecía de estío que
primaveral.
Continuados
suspiros se escapaban del pecho de Salvador, algo agitado por lo extraño de la
situación en que se encontraba. ¿Dónde pensaba llevar a aquella mujer? ¿Tenía
por aquellos contornos alguna morada conocida en la que ambos pudieran pasar la
noche? Misterios son estos que pronto vamos a aclarar.
La
voz del pastor sacó al joven de su ensimismamiento.
-Todas
mis cabras son dóciles menos una -dijo-, vea usted esa, siempre busca la
ocasión de escaparse, y el día en que menos lo espere me dará un disgusto. ¡Eh!
¡Negrilla, Negrilla!
Pero
la llamada Negrilla, que era obscura como la noche, lejos de atender a la voz
del niño, se iba dirigiendo con alguna rapidez hacia otro rebaño muy distante.
El
pastor entonces dejó el resto de su pan y su cuchillo en el suelo y echó a
correr, lanzándose en persecución de la fugitiva.
-¡Si
pudiese yo ver lo que pasa en el corazón de Aurora! -exclamó Salvador,
recordando las palabras del muchacho... - y sin embargo, nada más fácil, ella
duerme y puedo averiguar si es mi imagen la que reina en él.
Cogió
el cuchillo, acercó su oído al pecho de la joven y allí, donde oyó sus
acompasados latidos, sepultó la hoja estrecha y de aguda punta. Ella no hizo ni
el menor movimiento, sus labios conservaron su sonrisa, su rostro su serena
expresión.
-No
tiene más que sangre -murmuró-, en su corazón no había otra cosa. ¡Qué lástima!
¡Yo creí que me adoraba!
Contemplando
a la joven, no vio venir al pastor seguido del caballero anciano, del que
paseaba con él y de otros dos hombres.
-¡Por
fin los encontramos! -exclamó el que Salvador llamaba padre de Aurora-, allí
los veo.
-¿Y
dice usted que son dos locos que se han escapado de la casa donde por orden de
sus familias los tenía usted con otros enfermos de la misma clase? -preguntó el
pastor con trémula voz.
-Sí,
mientras acudíamos a otro demente que estaba en un acceso de furor, han huido
sin duda. Jamás quise que se vieran ni que se hablasen, porque padecían el
mismo mal, eran dos locos de amor; temía graves consecuencias si se reunían
alguna vez.
-Por
fortuna llegamos a tiempo -dijo uno de los criados-, mírelos usted allí, señor
doctor, parecen tranquilos.
Antes
de aproximarse al loco vieron el horrible desenlace de aquel drama.
-¿Qué
has hecho, Aurelio? -preguntó el anciano acercándose al supuesto Salvador,
nombre del amante de la niña.
-Ver
el corazón de Aurora -contestó impasible-, pero su amor era un sueño, no he
hallado mi imagen en él.
-¡Desgraciado,
has asesinado a esa pobre niña! ¡Infortunada Clotilde!
-Se
llamaba Aurora y era mi amada, la que tú, su infame padre, me negaste en
matrimonio porque no era rico.
Y
quiso lanzarse sobre él, pero los dos criados se lo impidieron.
-Sujetadle
-ordenó el compañero del anciano, que era un médico más joven.
A
viva fuerza se llevaron al demente; mientras los dos sabios conducían el
inanimado cuerpo de la niña.
El
pastor contempló los dos grupos con su mirada estúpida y oyó la extraña orden
que daba el viejo a los demás:
-La
muerta a la capilla; y el vivo a una jaula
La casa donde murió
- I -
Camino del pueblo de B..., situado cerca de
la capital de una provincia cuyo nombre no hace al caso, íbamos en un carruaje,
tirado por dos mulas, Cristina, su madre, Fernando el prometido de la joven, y
yo.
Eran las cinco de la tarde, el calor nos
sofocaba porque empezaba el mes de Agosto, y los cuatro guardábamos silencio.
La señora de López rezaba mentalmente para que Dios nos llevase con bien al
término de nuestro viaje; Cristina fijaba sus hermosos ojos en Fernando que no
reparaba en ello, y yo contemplaba la deliciosa campiña por la que rodaba
nuestro coche.
Serían las seis cuando el carruaje se
detuvo a la entrada del pueblo; bajamos y nos dirigimos a una capilla donde se
veneraba a Nuestra Señora de las Mercedes, a la que la madre de Cristina tenía
particular devoción. Mientras esta señora y su hija recitaban algunas oraciones,
Fernando me rogó que le siguiera al cementerio, situado muy cerca de allí,
donde estaba su padre enterrado. Le complací y penetramos en un patio cuadrado,
con las tapias blanqueadas, y en el que se observaban algunas cruces de piedra
o de madera, leyéndose sobre lápidas mortuorias varias inscripciones un tanto
confusas. En un rincón vi a una mujer arrodillada, en la que mi compañero no
pareció fijarse al pronto.
Me enseñó la tumba de su padre, que era
sencilla, de mármol blanco, y comprendí que no era únicamente por verla por lo
que el joven había llegado hasta allí. Observé que buscaba alguna cosa que no
encontraba, hasta que vio a la mujer, que era una vieja mal vestida y
desgreñada, que le estaba mirando atentamente. Fernando bajó los ojos, y ya iba
a alejarse, cuando la anciana se levantó y le llamó por su nombre, obligándole
a detenerse.
-¿Qué desea V., madre María? -la preguntó
en un tono que quería parecer sereno.
-Lo de siempre -contestó la vieja, en cuya
mirada noté cierto extravío-, preguntarte en dónde has ocultado a mi niña. Diez
años hace que te la has llevado, bien lo sé, y hoy me han dicho en el pueblo
que vienes aquí para celebrar tu boda con otra.
-No ignora V., madre María, que su hija
murió hace diez años y que yo pagué su entierro para que su hermoso cuerpo
descansase en este campo-santo. A mi vez le pregunto: ¿dónde se encuentra la
tumba de la pobre Teresa?
-¿Acaso lo sé yo? Un día vine aquí, busqué
la cruz que me indicaba el lugar donde me decían que estaba ella, y ¿sabes lo
que vi? Un hoyo vacío, y un poco más lejos la tierra recientemente removida.
Había cumplido el plazo, y como nadie cuidó de renovarlo y pagar, aquel rincón
no pertenecía ya a mi hija y la habían echado a la fosa donde arrojan a los
pobres, a los que entierran de limosna.
-¡Pero eso es una infamia! Yo envié dinero
para esa renovación -exclamó Fernando.
-No digo que no, pero la persona a quien tú
escribiste estaba gravemente enferma, en dos meses no abrió tu carta y entonces
ya era tarde.
El joven bajó la cabeza y no replicó.
-¿Con quién te casas? -le preguntó la
vieja.
-Con la señorita Cristina López.
-¿Y cuándo te casas?
-Dentro de tres días.
-Eso será si Teresa lo consiente; ella es
tu desposada y no tardará en venir a buscarte.
-Madre María -dijo con tristeza el joven-,
Teresa no puede venir; los muertos no salen de los sepulcros.
-Ya me lo dirás mañana temprano; por hoy
vete en paz.
-Adiós -murmuró Fernando, dirigiéndose
hacia la salida del cementerio, donde yo le seguí.
-Sin duda te habrá extrañado lo que acabas
de ver y oír -me dijo apenas estuvimos fuera-; pero no será así cuando te
cuente esa historia de los primeros años de mi juventud, que deseo conozcas en
todos sus detalles. Vamos ahora con Cristina y su madre, que sin duda nos
esperan ya; y luego, mientras ellas visitan la casa que hemos de habitar y en
la que está mi tía, la futura madrina de mi boda y por la que hacemos hoy este
viaje, lo sabrás todo.
Cristina y su madre nos esperaban, en
efecto, y juntos nos dirigimos a casa de la tía de Fernando, que estaba situada
en la plaza del pueblo, haciendo esquina a una calle estrecha y sombría, en la
que, sin saber por qué, entré con una profunda tristeza.
La tía del joven no me agradó; era una
señora de unos cincuenta años, alta, delgada, con ojos grises muy pequeños,
nariz larga que se inclinaba hacia su barba puntiaguda, y cabellos casi blancos
recogidos en una gorra de color oscuro. Estaba muy enferma, y como había
servido de madre a Fernando, este había suplicado a la señora de López que la
boda se celebrase en el pueblo, para evitar a su tía las molestias de un viaje
que, aunque corto; hubiera sido sumamente penoso para ella.
Mientras Cristina y las dos señoras
visitaban la casa y recibían a los numerosos amigos que acudieron al saber su
llegada, Fernando, que se había obstinado en no subir al piso superior, me
llamó, me hizo sentar a su lado, y empezó la prometida historia en estos
términos:
-Hace once años, cuando solo tenía yo
veinte y había acabado la carrera de abogado en Madrid, mi padre me envió una
temporada a este pueblo para que hiciese una visita a su única hermana, que es
esa señora a quien acabas de ver. Era yo huérfano de madre, me había educado
sin sus consejos, lejos también de mi padre, al que retenían fuera de su casa
constantes ocupaciones; así es, que puedo asegurar que desconocía casi
totalmente lo que eran los goces de familia. Aunque heredero de una mediana
fortuna, no debía entrar en posesión de ella hasta mi mayor edad; tenía muchos
compañeros de estudios, pero ningún amigo; por lo tanto, excusado es decir que,
hallándome casi solo en el mundo, me apresuré a aceptar con júbilo lo que mi
padre me proponía, poniéndome en camino para este pueblo con el alma inundada
de dulces emociones. ¿Correspondió esto a lo que yo esperaba? Seguramente no. Mi
tía, a la que no veía desde niño, me fue al pronto repulsiva, por más que se
mostrara desde luego cariñosa y tolerante conmigo; el pueblo me pareció triste,
a pesar de sus jardines y de las pintorescas casitas que hay en él; sus
habitantes poco simpáticos, aunque todos me saludaban con afecto. Me dediqué a
la caza, estudié un tanto la botánica, y así se pasó un mes, durante el cual
llegué a reconciliarme con mi tía, con el pueblo y con sus moradores.
Una mañana, al volver a casa, encontré, al
pasar por una de las habitaciones, a una muchacha de quince a diez y seis años,
a la que nunca recordaba haber visto, cosiendo con el mayor afán. Al oír mis
pasos alzó la cabeza, y aunque la bajó de nuevo casi en seguida, no fue tan
pronto para que no hubiera observado que tenía una frente blanca y pura que
adornaban hermosos cabellos castaños, ojos pardos que lanzaban miradas francas
o inocentes, una boca pequeña, una nariz más graciosa que perfecta y unas
mejillas coloreadas por un suave carmín. No le dirigí la palabra; pero pregunté
a un criado quién era, sabiendo por él que venía a coser casi todos los días a
casa de mi tía Catalina, que era huérfana de padre, que mantenía a su madre
enferma, de la que era el único sostén, pues había perdido a sus tres hijos
mayores, no quedándole más amparo y consuelo que aquella niña. La historia me
interesó; yo era joven, la muchacha hermosa, no habíamos amado nunca; empezamos
a hablar, sin que mi tía lo advirtiese, y acabamos por adorarnos. Teresa no
había recibido una educación vulgar; hasta los doce o trece años había
estudiado en el convento de religiosas del pueblo, saliendo de él a la muerte
de su padre, acaecida hacía cuatro años.
No sé quién refirió a mi tía nuestros
amores; ello es que los supo, que me amonestó con dureza, amenazándome con
hacerme marchar a Madrid, después de escribírselo todo a mi padre; y desde
entonces la joven no volvió a mi casa, y tuve diariamente que saltar las tapias
de su jardín para verla y hablarla sin que su madre lo advirtiera, pues también
se oponía a nuestras amorosas relaciones.
Así estaban las cosas, cuando hace poco más
de diez años caí gravemente enfermo, atacado de unas calenturas contagiosas. Mi
tía se alejó de mí, los criados se negaron a asistirme, y entonces María y
Teresa se ofrecieron a ser mis enfermeras, no pudiendo oponerse mi tía a ello
porque mi estado era cada vez más alarmante y exigía continuos cuidados.
Desde el momento en que Teresa estuvo a mi
lado sentí un dulce bienestar, la fiebre desaparecía por instantes; pero se me figuraba
ver que las mejillas de mi amada tomaban tintes rojizos, que sus labios estaban
comprimidos y ardientes, que sus ojos brillaban con un fuego extraño. La
enfermedad que huía de mí, se iba apoderando de ella, y era mi mismo mal el que
la devoraba.
-¿Qué tienes? -le pregunté.
-He pedido tanto a Dios que salvase tu vida
a costa de la mía -murmuró la joven-, que me parece que por fin se ha dignado
escucharme y me voy a morir antes que tú.
Aquello era cierto; por la noche Teresa se
agravó tanto, que no pudo volver a su casa, y mi tía le ofreció su cuarto y su
cama para que descansase; entonces estaba profundamente agradecida a los
tiernos cuidados de la joven.
Excusado es decir que doña Catalina pensaba
renunciar para siempre a su habitación y a su lecho, temiendo el contagio de la
enfermedad.
Me restablecí pronto, a medida que el
estado de la joven iba siendo peor. Estaba desesperado, loco. Su madre también
empezaba a perder la razón. Un día me dijo el médico: «Ya no hay remedio para
este mal». Y ella también murmuró a mi oído: «Me muero, pero soy feliz, porque
tú me amas y me amarás siempre».
-¡Oh, te lo juro! -exclamé-; mi corazón y
mi mano no serán de otra mujer jamás.
-Eso lo sé mejor que tú -dijo sonriendo
dulcemente-; también sentiré celos desde otro mundo de la mujer a quien ames, y
no consentiré que seas perjuro. No quieras a otra, no te cases nunca; no hay un
ser en la tierra que pueda adorarte lo que yo, y yo te aguardaré en el cielo.
Dos días después espiraba aquella angelical
criatura, que ofreció a Dios su vida a cambio de la mía.
Su madre se volvió loca.
Pagué el entierro de Teresa; compré una
sepultura por diez años... ya sabes que hoy ignoro dónde descansa su hermoso
cuerpo; envié una carta a mi tía, que no la leyó hasta dos meses después de cumplirse
el plazo, porque ella también estaba enferma.
Decirte que durante estos diez años el
recuerdo de Teresa me ha perseguido constantemente, sería faltar a la verdad;
he amado a otras mujeres, y hace cuatro años estuve a punto de casarme con una
hermosa joven; pero la desgracia hizo que un mes antes de verificarse nuestro
enlace, los padres encontrasen un pretendiente a la mano de mi amada mejor que
yo, y este me fue preferido por ellos, y la novia tuvo que someterse a la
voluntad de sus tiranos.
Hoy adoro a Cristina y quiero unir su
suerte a la mía, como ya se han unido nuestras almas. ¿Lo conseguiré? Temo que
no. La fatalidad me ha traído al pueblo donde vivió Teresa; habito... esta
morada llena con su recuerdo; vengo a pasar los primeros días de mi matrimonio
en la casa donde ella murió, y un secreto presentimiento me dice que Cristina
no llegará a ser esposa mía. Ahí tienes la historia de mis amores: ¿crees que
mi temor sea fundado, o que la exaltación en que me hallo es hija de mis
pasadas desdichas?
Procuré tranquilizar a Fernando, y después;
mientras el joven se reunía a su bella prometida, tuve deseos de ver aquella
habitación donde Teresa había muerto, y me hice conducir a ella por un antiguo
servidor de doña Catalina.
- II -
Entré en una sala lujosamente amueblada;
pasé por allí sin detenerme apenas, y abrí la puerta de un gabinetito en el que
estaba la alcoba donde murió la desgraciada niña. Un lecho de madera tallada,
algunas sillas de tapicería floreada, una cómoda, un lavabo y algunos cuadros
se veían en la pieza, todo cubierto de polvo, señal evidente de que aquella
parte de la casa estaba abandonada por completo. El gabinete tenía una sola
ventana con vistas a la calle estrecha y sombría, a la que hacía esquina la
casa de Fernando; enfrente de la ventana había un armario de espejo; a un lado
de este estaba la puerta de la alcoba, al otro una mesita de escribir; algunas
sillas iguales a las del dormitorio completaban el mueblaje del gabinete que
diez años antes perteneció a la tía de Fernando.
Permanecí allí breves instantes, y luego,
llegada ya la hora de la cena, fui en busca de la familia y de sus convidados,
sentándonos todos a una mesa suntuosamente servida. La cena duró bastante
tiempo, y antes de terminarla, un suceso imprevisto vino a turbar la alegría de
algunos y a causar profunda impresión en el ánimo de Fernando. Las campanas de
la parroquia tocaban de una manera lúgubre; su voz, siempre triste, parecía una
queja que hería nuestros oídos a la vez que nuestro corazón.
-¿A qué tocan? -preguntó Cristina a un
criado que estaba cerca de ella.
-A agonía -contestó el hombre con tono
indiferente-. Aquí en los pueblos, señorita, se toca por todo: cuando uno va a
morir, cuando muere, cuando es el funeral y...
-¿Quién está muriendo? -interrumpió
Cristina.
-Una joven de diez y siete años.
-¿Cómo se llama? -preguntó Fernando, cuyo
rostro estaba lívido.
-Teresa -dijo el criado.
Doña Catalina le lanzó una mirada furiosa;
Fernando bajó los ojos, y observé que sus manos temblaban; en Cristina y su madre
sólo se advertía una profunda compasión hacia la infeliz criatura que en lo más
hermoso de su vida, en lo más florido de su juventud, iba a abandonar esta
tierra por un mundo desconocido. Era Cristina tan dichosa, que pensaba que la
humanidad entera debía participar de su ventura y no querer cambiarla por todos
los goces celestiales.
Fernando, pretextando que el calor que en
el comedor hacía era sofocante, pidió permiso para retirarse un momento a la
habitación inmediata, y yo le seguí.
-¿Qué te pasa? -le pregunté.
-Se llama Teresa y tiene diez y siete años
-murmuró.
-Es una casualidad.
-Una casualidad así, ¿no te parece un mal
presagio tres días antes de mi boda?
Procuré distraerle, pero en vano; la
campana lanzaba un tañido más fúnebre todavía y Fernando, que conocía aquel
toque, me dijo que la enferma había dejado de existir.
Le hice entrar de nuevo en el comedor, y
las dulces palabras de Cristina vencieron los temores de Fernando, que
permaneció tranquilo hasta las doce de la noche, hora en que todos nos
despedimos hasta el día siguiente, retirándonos cada cual a nuestras
respectivas habitaciones. La mía tenía una ventana con vistas a la plaza y se
hallaba situada debajo de la de mi amigo. Sin saber por qué, no me era posible
conciliar el sueño; me puse a leer un rato, escribí otro, y, por último, me
levanté y empecé a pasear con alguna agitación por la alcoba.
Un instante después noté cierto movimiento
en la de Fernando, oí abrir varias puertas con sigilo, las pisadas que
empezaron a sonar sobre el techo de mi cuarto se perdieron a lo lejos, y un
secreto instinto me advirtió que mi presencia era necesaria al joven. Sin darme
cuenta de mis acciones, salí precipitadamente en dirección al sitio donde murió
Teresa.
Mi amigo se hallaba a dos pasos de la puerta
del gabinete sin atreverse a abrirla. Al verme, no pareció extrañar que me
hubiera levantado, como si fuera la cosa más natural del mundo, y extendiendo
su mano hacia la habitación cerrada, me dijo:
-Hace diez años no entro ahí.
-Ni hoy entrarás tampoco -exclamé con
decisión-. Tú estás loco y has empezado a contagiarme. No debiste nunca volver
a esta casa, ni aun a este pueblo.
-Hace once años que mi tía es una madre
para mí; once años que sé lo que es el amor filial; ¿querías que me casase
lejos de ella?
-En buen hora; ya has cumplido con ese
deber; ¿pero es preciso que entres ahí?
-Una vez sola -dijo en tono suplicante-;
una sola para saber si Teresa permite que me case con Cristina. Mira -añadió-,
si al entrar en su cuarto lo hallo todo como hace diez años, la cómoda, la
cama, las sillas, me marcho tranquilo y soy feliz; si, por el contrario,
encuentro alguna alteración...
-Eres un niño -le interrumpí-; pero si no
deseas más que eso, entra, y la paz y la felicidad sean contigo.
Sabía, por haberlo visto por la tarde, que
todo estaba igual en el cuarto donde murió Teresa, y no vacilé más, dejando
pasar al joven al gabinete.
Fernando abrió la puerta, y murmuró:
-Hay luz dentro.
Me estremecí a pesar mío; un frío glacial
se apoderó de mí, porque al entrar mi amigo y yo vimos clara y distintamente en
la alcoba de Teresa un lecho mortuorio, cubierto de negros paños, algunos
hachones encendidos rodeando un ataúd, en el que descansaban los yertos
despojos de una hermosa joven vestida de blanco y coronada de flores. Al lado
de ella velaba una mujer en la que reconocí a la madre María, la loca que hallé
por la tarde en el cementerio.
Fernando lanzó un grito extraño y se dejó
caer de rodillas ocultando el rostro con las manos; yo cerré los ojos, di
algunos pasos y tropecé con la puerta de la alcoba. Miré entonces y vi el
dormitorio obscuro y desierto.
-Estamos los dos locos -murmuré. Volví en
busca de Fernando y lo comprendí todo. Por la tarde el criado había dejado
inadvertidamente abierta la ventana del gabinete; ésta, como es sabido, daba a
una calle estrecha, y en la casa de enfrente, en una pobre habitación, se
hallaba el cadáver de aquella joven desconocida, velado por la madre de Teresa.
Tan triste cuadro se reflejaba en el espejo del armario colocado al lado de la
puerta de la alcoba, y esto nos hizo suponer, a causa del estado excepcional en
que Fernando y yo nos hallábamos, que aquel cuerpo inerte descansaba en la
propia casa de mi amigo. La presencia de la madre María era natural allí, pues
según acostumbraba a hacer desde la muerte de su hija, pasaba las noches al
lado del cadáver de cualquiera joven que muriese en el pueblo. La que había
dejado de existir era sobrina de la anciana y llevaba por eso el nombre de su
hija.
Cerré la ventana y volví al lado de Fernando.
Le llamé repetidas veces y no me contestó
nada.
Algo extraño e invisible ocurrió en aquella
habitación; me pareció escuchar un confuso aleteo, se obscureció mi vista y
tuve que apoyarme en el armario para no caer.
-¡La casa donde murió! -exclamó Fernando
con voz apagada-; tenía que ser así. Amada mía, espérame, ya voy.
Recobré al fin mi sangre fría, hablé a mi
amigo, cogí sus manos, que estaban yertas, y las separé de su rostro, que
parecía el de un muerto. Después salí corriendo para llamar a los criados en mi
auxilio.
Media hora más tarde la señora de López,
Cristina, doña Catalina, un sacerdote y yo, rodeábamos la cama donde descansaba
Fernando.
-¡Cuánto duerme! -exclamó Cristina.
Me acerqué a él, hice una seña al
sacerdote, y éste puso una mano sobre el pecho de Fernando, retrocediendo al
punto, porque el corazón de mi amigo no latía.
-¿Qué hay? -me preguntó doña Catalina; y
comprendiendo lo que pasaba añadió:
-Era lo único que me quedaba en el mundo;
cúmplase la voluntad de Dios.
El sacerdote pronunció en voz baja algunas
oraciones.
Me volví hacia la puerta y vi a la madre
María que, no sé cómo, se había introducido hasta allí.
-Mi hija es feliz -murmuró-; me ha dicho
que Fernando y ella se han desposado ya; sabía que esto no sucedería hasta que
él viniese al cuarto donde Teresa estuvo enferma, a la casa donde murió. Diez
años he aguardado; ¡alabado sea el Señor, que al fin me ha concedido esta
ventura
La gota de agua
- I -
Jamás
se vio un matrimonio más dichoso que el de D. Juan de Dios Cordero -médico
cirujano de un pueblo demasiado grande para pasar por aldea, y demasiado
pequeño para ser considerado como ciudad-; y doña Fermina Alamillos,
ex-profesora de bordados en un colegio de la corte, y en la actualidad rica
propietaria y labradora. Hacía veinte años que se habían casado, no llevando
ella más dote que su excelente corazón, ni él más dinero en su bolsillo que 60
reales; y a pesar de esta pobreza, conocida su proverbial honradez, sin recibir
ninguna herencia inesperada, al cabo de cinco lustros, el señor y la señora de
Cordero eran los primeros contribuyentes del lugar. ¡Pero qué miserias habían
pasado durante esos cinco lustros! En aquella casa apenas se comía, se dormía
en un humilde lecho, y su mueble de más lujo lo hubiera desdeñado cualquier
campesino.
Cuando
alguien preguntaba a doña Fermina por qué no teniendo hijos a quienes legar su
fortuna había ahorrado tanto dinero a costa de su bienestar y acaso de su
salud, la buena señora respondía: «Hice como la hormiga, trabajé durante el verano
de mi vida, para tener alimento, paz y albergue en mi invierno. He cumplido
cincuenta años; si vivo veintitantos o treinta más -que bien puede esperarlo,
la que como yo, sólo encuentra en su casa gratos placeres-, daré por bien
empleada mi antigua pobreza, que hoy me brinda una existencia serena y
desahogada».
Juan
de Dios no tenía más opinión que la de su mujer; a él le había tocado trabajar
como médico-cirujano, y a su esposa economizar lo ganado en aquel pueblo a
fuerza de sudores y fatigas, porque no todos los enfermos pagaban; unos por
falta de recursos, y los más porque se morían. Esta era la única mancha que
tenía Juan de Dios sobre su conciencia; muchos de los pacientes, a los que
había dado pasaporte para el otro mundo, no estaban condenados a morir.
Acostumbrado a curar siempre con sangrías, había precipitado con ellas el fin
de bastantes desgraciados; pero cuentan, que a pesar de eso, el honrado doctor,
hombre excelente, dormía como un bienaventurado, y que jamás se le apareció en
sueños ninguna de sus víctimas.
Acababa
de acostarse Juan de Dios, serían las nueve de una noche fría y lluviosa del
mes de Marzo, cuando llamaron a la puerta. Marido y mujer se sobresaltaron;
hubo una ligera polémica sobre si debía abrirse o no, y ya era cosa resuelta
que no se abriría, porque este fue el parecer de la esposa, cuando entró la
criada en la habitación de sus amos, y dijo:
-Señor,
avisan a usted con urgencia para una enferma.
-No
puede ir -gritó doña Fermina.
-Mujer,
por Dios -suplicó el marido...
-Te
vas a resfriar.
-¿Y
si por no constiparme se muere esa desgraciada?
-¿Y
si coges una pulmonía y te mueres tú?
-Iré
bien abrigado.
-Vamos,
no lo consiento.
-¿Qué
respondo al criado de la señora baronesa? -preguntó la criada.
-¡Ah!
¡Se trata de la señora baronesa! -exclamó Fermina abriendo con asombro los
ojos-; eso es otra cosa.
Entre
las debilidades de aquella honrada mujer, pues todos las tenemos, era la
principal su deseo de tratar a personas de elevada alcurnia. Hacía más de un
año que la baronesa vivía en el pueblo con su marido y su hijo, y doña Fermina
no había encontrado una ocasión propicia para introducirse en su casa; nunca se
había visto una familia de mejor salud; al fin un individuo de los principales,
reclamaba los cuidados científicos de Juan de Dios, éste salvaría a la paciente
y la amistad entre la ilustre dama y la antigua profesora, llegaría a ser un
hecho real y positivo.
-Di
al criado de la señora baronesa -se atrevió a murmurar Juan de Dios -que no me
siento bien y que me es imposible ir.
-¿Qué
estás diciendo? -exclamó la esposa-. ¿Dejarás morir a esa señora?
-Por
no resfriarme, por no darte un disgusto...
-No,
esposo mío, no te resfriarás. Ponte el abrigo forrado de pieles, la bufanda, la
capa, el gorro bajo el sombrero y ve en coche. ¿Ha mandado el suyo la baronesa?
-Sí,
señora -contestó la criada.
-Pues
anda, Juan de Dios, no te detengas, así no te pondrás enfermo.
Diez
minutos después salía el médico de su casa.
Doña
Fermina, rebosando de satisfacción, no pudo conciliar el sueño en el resto de
la noche.
- II -
Juan
de Dios volvió a las nueve de la mañana del siguiente día. Su esposa fue a su
encuentro con la ligereza propia de una niña, y apenas vio a su marido, le
preguntó:
-¿Qué
quería la baronesa? ¿Te ha recibido bien? ¿Te ha ofrecido la casa? ¿Te ha
rogado que vaya a visitarla o te ha dicho que ella vendrá primero a verme? ¿No
me contestas?
-Cuando
acabes de preguntar, Fermina.
-Pues
ya he concluido.
-La
baronesa estaba enferma, y solo me ha hablado de lo referente a su dolencia; no
me ha preguntado por ti.
-¡Qué
grosería!
-La
baronesa, dos horas después de mi llegada, dio a luz una robusta niña, que ha
sido recibida con verdadero júbilo, pues ya sabes que no tenía más que un hijo
y ella deseaba vivamente una hija.
-Y
después, ¿qué has hecho?
-Ya
dejaba tranquila a la ilustre señora, ya salía de su casa y me disponía a
volver a la mía, cuando una mujer pobremente vestida me llamó. «¿Es usted el
doctor?» me preguntó. Y al oír mi respuesta afirmativa, añadió: «¿Puede usted
asistir a una vecina mía?» ¿Cómo negarme a hacerlo? Subí a una humilde
boardilla, y encontré a una infeliz joven que se hallaba en el mismo caso que
la baronesa. Comparé lo que acababa de dejar con lo que estaba viendo: en el
palacio muebles lujosos, ricas colgaduras, luces, espejos, suntuosos trajes, un
esposo amante, amigos solícitos, criados esperando con interés la feliz
nueva... En la boardilla, desnudas paredes, vigas carcomidas, un jergón,
harapos, soledad, tristeza. Aquella desgraciada acababa de quedar viuda; su marido
no le había dejado recursos de ningún género y ella se moría de hambre y de
pena. Dio a luz otra niña, flaca y que no parecía tener más que un soplo de
vida. Pero acaso no muera: nace con mala estrella para dejar tan pronto el
mundo. Perdona Fermina si le di, sin contar con tu beneplácito, una moneda de
plata a aquella mujer.
-Que
trabaje.
-Su
estado no se lo permite: ya trabajará.
-Casi
todas las que están en el último grado de miseria, tienen la culpa de lo que
les sucede.
-Ella
me ha pedido ayuda y protección.
-Yo
también fui pobre, trabajé, y ahora disfruto un grato bienestar; que haga lo
mismo y no será desgraciada.
Fermina
estaba de mal humor, porque la baronesa no había preguntado por ella, y por eso
hablaba de ese modo; por lo demás su corazón era bellísimo, y al siguiente día
encargó a su marido que enviase ropas, caldo y otras cosas a la pobre viuda.
- III -
Esta
no fue tan digna de compasión como era de suponer. Un acontecimiento inesperado
vino a sacarla de aquella situación angustiosa. La nodriza que había buscado la
baronesa para criar a su hija tuvo que volver a su pueblo al mes de nacer la
pequeña Camila, y no encontrándose ninguna con la premura necesaria, Juan de
Dios le propuso a la mujer de la boardilla, que se había restablecido por
completo, gracias a los cuidados de doña Fermina. La joven fue admitida con la
condición de que había de buscar alguna persona que se encargase de su niña.
Así esta, la pobre Benigna, por ser desgraciada en todo, no gozó, ni en los
primeros meses de su vida, las caricias de su madre. Fue confiada a una vecina,
que la crió al propio tiempo que a un hijo suyo, y únicamente cuando la niña
anduvo sola y dio poco que hacer, se consintió al ama de Camila que llevase a
Benigna consigo.
Camila
era muy bonita, Benigna fea, medio raquítica, solo tenía hermosos cabellos
castaños y grandes ojos azules, en los que ya se reflejaban la bondad y el
candor de su alma.
Cuando
Camila no necesitó ama, doña Fermina y Juan de Dios quisieron llevarse a la
viuda a su servicio; ella no consintió, y acaso de aquella negativa nacieron
todas las desgracias de su hija. Tal vez el médico y su mujer hubieran adoptado
a la niña, legándole en su testamento su fortuna, que harto lo prueba que así
lo hicieron más tarde con una huérfana que acogieron; pero a la madre de
Benigna le deslumbró el brillo de un título, y no consintió en abandonar a la
baronesa.
Doña
Fermina no realizó jamás su dorado sueño de ser amiga, ni aun conocida de la
ilustre dama.
- IV -
Ya
tenían las niñas seis años, cuando la nodriza murió. Benigna, que la quería
tiernamente, sintió un inmenso vacío en su derredor; pero en la infancia se
olvida fácilmente, y poco tardó en compartir los juegos de Camila.
Una
tarde, la hija de la bella señora y la huérfana, sentadas ambas sobre la
alfombra, vestían y peinaban una gran muñeca, mientras la baronesa, no lejos de
ellas, conversaba con varios de sus amigos. Su vista se fijó en las dos niñas,
que no advirtieron la atención de que e ran objeto.
-¿Pero
quién diría -exclamó riéndose y comparando la esbelta y graciosa figura de su
hija con el defectuoso cuerpo y el feo rostro de Benigna-, que estas dos
criaturas han nacido en el mismo día? Vean ustedes: Camila le lleva más de la
cabeza.
-¡Ah!
Camila es encantadora -dijo un admirador de la madre.
-¿Y
cómo consiente usted que su niña, que está tan bien educada, pase tantos ratos
al lado de esa chicuela? -preguntó otro.
-Es
su hermana de leche. Camila le tiene algún cariño a causa sin duda de que nunca
la contraria, y a mí me da pena sacarla de mi casa.
-¿No
tiene padres?
-Su
madre, única persona que le quedaba en el mundo, murió el verano pasado.
Nadie
volvió a ocuparse de las niñas, hasta que Camila se incomodó porque Benigna
había dejado caer inadvertidamente la muñeca. Su diminuta mano golpeó repetidas
veces el rostro de su compañera de juego, que se alejó llorando.
La
baronesa tomó en sus brazos a Camila, y para calmarla prometió comprarle nuevos
juguetes. Benigna se dirigió a su cuarto, y después de enjugar sus lágrimas se
consoló de la ingratitud de su joven ama, viendo la colección de muñecas rotas
que aquella le había dado, y formándolas junto a la pared para que se
sostuvieran de pie. Allí se puso a imitar las conversaciones que oía a los
señores y a los criados, haciéndose ella representar por una muñeca de
agraciado rostro que distaba mucho de parecérsele.
- V -
Pasaron
los años y Camila fue llevada a un colegio; su hermano había empezado antes su
educación. Benigna no aprendió nada; en casa de la baronesa la vestían y la
alimentaban del mismo modo que daban de comer y cuidaban a los perritos
preferidos de los amos, para que viviesen, sin ocuparse de nada más.
Benigna
cambió poco; al llegar a la adolescencia no tenía ni aun esa belleza propia de
los quince años. Su rostro carecía de atractivos, su talle de la esbeltez de la
juventud, su estatura era pequeña, solo había en sus grandes ojos azules una
melancólica y dulce expresión, que hubiese podido impresionar algunos
corazones, si alguien se hubiese dignado fijarse en ellos; pero a Benigna no la
miraban ni los criados de la baronesa.
Al
cumplir los quince años sacaron a Camila del colegio: era una señorita bien
educada, pero fría, egoísta y orgullosa. Benigna había puesto todo su cariño en
ella; así es que al verla, olvidando la diferencia de clases, fue a echarse en
los brazos de su hermana de leche, pero esta la rechazó con dureza. Benigna se
apartó de ella con el corazón destrozado.
El
hijo del barón tenía diez y nueve años: también él volvió a la casa paterna
después de haber estudiado y viajado. No era tan vanidoso como su hermana, pero
su carácter se asemejaba bastante al de esta. Benigna los veía como a dos
ídolos, a los que adoraba de lejos, sin que los ídolos se dignasen concederle
ni la más insignificante de las gracias.
Una
noche, era más de la una, la pobre niña velaba en su cuarto, cuando oyó pasos
furtivos en el corredor. Salió sobresaltada y vio al joven que se dirigía a un
aposento no lejano del de su madre.
-Benigna
-dijo retrocediendo al verla-; he perdido mucho en el juego, y necesito dinero;
¿dónde guardan mis padres el suyo? Tú debes saberlo.
-No
lo sé, señor, y aunque lo supiera lo callaría.
-Eres
una imbécil, pero me es indiferente que lo calles; yo lo averiguaré.
Y
siguió su camino a pesar de las súplicas de la joven.
A
la mañana siguiente la baronesa notó la falta de una crecida cantidad de
dinero. Los criados dijeron que habían oído por la noche hablar a Benigna con
un hombre. Ella no negó que a esa hora estaba levantada; pero no reveló, por
cariño al joven, lo que este le había dicho, y él en su egoísmo lo ocultó
también. El barón y su esposa no dieron parte a la policía, y encerraron a la
niña en su cuarto hasta que descubriese a quién había entregado el dinero.
Benigna
tuvo siempre una salud delicada; le causó una dolorosísima impresión verse
tratada de tan inicuo modo, y cayó gravemente enferma. Juan de Dios, el que
asistió a la madre cuando el nacimiento de la niña, fue llamado para asistir a
esta en su postrera enfermedad.
Una
tarde, era en el mes de Mayo, Camila fue enviada por su madre para informarse
del estado de Benigna.
-No
le quedan muchas horas de vida -contestó el doctor.
La
joven alzó los ojos, que fijó de un modo extraño en su hermana de leche.
-D.
Juan -dijo señalando a Camila-; ¿por qué si nacimos juntas, vivió ella entre el
fausto y los halagos de la suerte, y yo no tuve ni familia ni hogar?
-Bienaventurados
los que lloran, hija mía -contestó Juan de Dios.
-¿Por
qué nació hermosa, por qué vive feliz, por qué no le dirigen injustas
acusaciones?
-El
Señor lo sabe; piensa en que hay otra vida de dicha y recompensa para los que
sufren en esta.
-¿Quién
se acordará de mí después que muera?
Benigna
se incorporó en el lecho. Su habitación, situada en el piso bajo, tenía vistas
al jardín. Desde su cama se divisaban árboles, flores y una fuente. Había
llovido, y en las hojas de los tilos brillaban algunas gotas de agua. La niña
vio caer dos de ellas; la una fue a perderse en la fuente, agitando levemente
su superficie, la otra cayó al suelo y no dejó huella ninguna en la arena.
-Así
somos nosotras -murmuró Benigna-; Camila la gota de agua que enriquece la
fuente, yo la que absorbe la tierra, sin que de ella quede rastro ni memoria.
Acaso sea mejor; nadie me sentirá en el mundo, y mis padres me esperarán en el cielo.
Cuando ella muera su familia no tendrá consuelo. ¡Pobres gotas de agua! Yo
tampoco os miré hasta hoy, y quizá vosotras descendéis de las nubes para llorar
mi prematuro fin. A la tierra vais como yo: ¡cuántas humedeceréis la que ha de
cubrir mi sepultura!
Y
aun habló más Benigna, pero poco a poco sus ideas fueron menos lúcidas, y en su
delirio refirió, sin sospecharlo, cómo se había hecho el robo y nombró al autor
de él. Los padres lo supieron con espanto; el hijo declaró que era cierto, y la
baronesa y su esposo encargaron a Juan de Dios que nada dijese.
-Que
los criados no sospechen la conducta de mi hijo -murmuró la madre-. ¿Qué
importa que acusen del robo a Benigna? ¿Qué tenía esa muchacha que perder? Ni
nombre, ni familia, ni hogar...
No
respetaron ni su memoria; ¡pobre gota de agua!
La mariposa
Siendo
ya viejos Severo y Benigno, amigos desde la infancia, compañeros de estudios
después, solteros ambos, habían decidido vivir juntos uniendo sus modestas
rentas para pasar el resto de sus días algo mejor.
Severo
había perdido muy niño a sus padres, creciendo sin afectos de familia y
careciendo de los dulces encantos del hogar. Ya hombre, había dedicado su
existencia a la ciencia, coleccionando antigüedades primero, minerales y
plantas raras después, siendo su último encanto las aves y los insectos, por lo
cual vivía en el campo, habiendo alquilado una sencilla casa con jardín. No
menos duro su corazón que aquellos minerales que fueron el solo placer de su
juventud, jamás conoció las inefables dichas del amor, quizá porque en su niñez
le faltaron las caricias maternales y no pudo compartir con algún hermano los
juegos y las efímeras penas de los años infantiles.
Benigno
había vivido con sus padres y una hermana hasta los veinticinco años. A esa
edad, perdió en pocos meses a los primeros y vio casarse a la bella joven, que,
con su fraternal cariño, hubiera podido dulcificar los pesares de su orfandad.
Benigno amó después a una hermosa mujer, que jamás compartió su sentimiento,
pero aquellas amarguras y este desengaño no mataron en él el germen de lo bueno
que encerraba su alma, y aunque no volvió a amar, ni pensó nunca en casarse, su
corazón latía ansioso de cariño, y así acogió con júbilo la proposición que le
hiciera Severo, muchos años después, de vivir unidos.
Un
amigo con quien conversar a todas horas, con quien evocar los recuerdos, ya que
las ilusiones y las esperanzas estaban muertas, un ser que había conocido a su
familia y con el que podría hablar de ella, ante quien podría llorar a sus
amados muertos, porque la excelente hermana había partido también a un mundo
mejor; esto era cuanto deseaba Benigno en el último tercio de su existencia. De
carácter bueno y sencillo, se amoldaba pronto a los gustos ajenos; así es que,
aunque jamás se había dedicado a coleccionar insectos y aves, no tardó en
aficionarse a ellos pasando largas horas en el despacho de Severo contemplando
a los unos o disecando a las otras.
Habitaba
con los dos viejos una criada, casi de la misma edad que ellos; mujer fría como
uno de sus amos, pero servicial y buena como el otro. No había más sirvientes
porque Benigno y Severo cuidaban el jardín.
Una
tarde que habían salido los dos amigos, el uno al campo en busca de orugas, el
otro a comprar unos libros en la ciudad, ocurrió un suceso que vino a alterar
en parte la monotonía de la vida de los tres viejos.
Al
llegar Severo cerca de la puerta del jardín, de la que se había llevado una de
las llaves, vio junto a la tapia un pequeño bulto blanco que se movía. Ya a su
lado, oyó un gemido que le pareció de una criatura, pero apenas se fijó en
aquello, y cuidando que no se cayesen las orugas que llevaba, abrió la puerta y
penetró en su jardín.
Media
hora después llegaba Benigno con dos o tres tomos de Historia Natural de
diversos autores en la mano, y antes de abrir la puerta con una llave igual a
la que tenía Severo, un débil quejido le hizo detenerse. Miró en su derredor y
vio a su vez el pequeño bulto blanco. El buen viejo dejó caer los libros y
corrió hacia donde se hallaba el tierno ser que parecía reclamar su amparo.
Era
una niña envuelta en unos trapos, una niña rubia y de ojos negros, que alguna
madre, infeliz o desnaturalizada, había depositado allí.
La
pobre criatura miraba vagamente a Benigno y en sus labios parecía dibujarse ya
una sonrisa. Debía contar pocos meses y era muy pequeña y delgada. El anciano
la contemplaba con profunda emoción, y al fin, olvidándose de sus libros, que
no se cuidó de recoger, penetró en el jardín con la niña.
-Mira,
Severo -exclamó cuando llegó al despacho-; te traigo una avecilla que sin duda
se cayó de un nido, pero no para que forme parte de tu colección muerta, sino
para que nos alegre con sus gorjeos dentro de nuestra jaula.
Severo
no pudo dominar un gesto de disgusto al ver de lo que se trataba.
-Supongo
-dijo-, que eso será una broma y que no pensarás en conservar aquí ese muñeco.
-Te
engañas -replicó Benigno-, no arrojaré a la calle lo que Dios puso junto a mi
puerta. ¡Un niño se mantiene con tan poco! Leche, mucha leche y algo de pan.
Compraré para lo primero una cabra que vivirá comiendo lo que halle en el
campo, y en cuanto a lo segundo le bastarán las migas que siempre sobran en
nuestra mesa.
-Pero
crecerá...
-Entonces
comerá lo que nosotros. Aunque no soy rico, puedo mantener a esta niña, porque
es una niña, Severo, una niña preciosa a la que querré como a mi hija y que me
llamará padre. ¿Acaso no apruebas mi conducta?
-Si
eso te agrada o te entretiene -dijo el frío egoísta-, no me puedo oponer a tu
deseo, pero procura que no entre mucho en mi despacho cuando ande sola.
La
criada tampoco acogió muy bien a la niña, pero viendo que no había más remedio
que admitirla, se comprometió a cuidarla. Era buena cristiana, y sospechando
que no la habían bautizado, la llevó al día siguiente a la parroquia donde le
pusieron un nombre cualquiera que la débil criatura no escuchó jamás.
Pasó
algún tiempo. Severo se ocupaba de sus crisálidas, próximas a romper el capullo
convirtiéndose en mariposas, y quería que Benigno compartiese su entusiasmo,
pero cada vez que le hablaba de ello el excelente anciano respondía:
-Yo
también guardo mi crisálida, que un día tendrá alas y se hará mariposa. Pero
las alas de ella serán las de la inteligencia, y sus bellos colores darán luz a
mi vejez.
Desde
entonces Benigno llamó siempre a la niña su mariposa, y cuando ella empezó a
comprender no atendió por otro nombre.
El
tiempo pasaba despacio, pero Mariposa iba estando cada día más bonita y su
protector se complacía en mirarla, esperando con paciencia a que pronunciase su
primera palabra y a que diera su primer paso. Estaba casi siempre en el jardín,
y cuando los pájaros cantaban, gritaba con júbilo, como si comprendiese lo que
entre sí decían. Las flores la acariciaban con su aroma, reemplazando los besos
de una madre, que acaso no había recibido jamás. Benigno la quería con todas
las fuerzas de su alma, había concentrado en aquella niña su ternura; pero no
sabía enseñarla a hablar y no se atrevía a hacerla andar más que breves
instantes, porque el pobre anciano se cansaba de inclinarse tanto para
sostenerla.
Al
fin, como todo llega, Mariposa anduvo y habló. A Benigno le llamaba papá y mamá
a la vieja criada. Severo no era más que el coco.
Una
tarde, éste, lleno de júbilo, mostró a Benigno una mariposa de alas azules que
había roto aquel día su crisálida. Pero al volar por vez primera, el insecto
desapareció a su vista y Severo la buscó inútilmente.
Al
encender la lámpara por la noche; la mariposa, atraída por la luz, fue a
quemarse en ella, perdiendo Severo uno de sus más bellos y raros ejemplares, lo
que le ocasionó hondo disgusto.
A
la mañana siguiente estaba tan profundamente abstraído, que salió al campo
olvidando cerrar la puerta.
Mariposa,
que contaba ya dos años y medio, jugaba con algunas florecillas, y poco a poco
se fue acercando a la salida del jardín. Al ver ante sí aquel terreno con
árboles gigantes, aquel suelo sembrado de margaritas y amapolas, se encaminó
hacia allí y siguió una ancha senda que estaba cortada por un riachuelo.
Ella
no había visto nunca tanta agua; se sentó a la orilla, se inclinó un poco y vio
su imagen reflejada en la cristalina corriente.
-Una
nena -dijo señalando con su dedo índice.
Y
se acercó más. No sabiendo el peligro que la amenazaba, la tierna criatura
continuó avanzando, perdió pie y el pequeño río la arrastró sin que nadie
escuchara su débil grito.
Benigno,
al no hallarla en la casa, corrió al jardín, y al ver la puerta abierta, tuvo
un triste presentimiento.
Siguió
a la casualidad el mismo camino que Mariposa, y encontró el cuerpo de la niña
cerca del río donde las aguas lo habían arrojado.
Mariposa
estaba muerta.
Benigno
la cogió en sus brazos y besó llorando los restos del único ser que hacía
venturosa su ancianidad.
Iba
con su preciosa carga, cuando encontró a Severo.
-Estoy
desolado por mi mariposa, dijo éste a su amigo.
-Tu
mariposa -replicó Benigno con amargura-; empleó sus alas para buscar el fuego
que debía consumirla; la mía tenía también, aunque invisibles, las alas del
ángel, y apenas ha podido volar, las ha elevado para buscar el camino del cielo
de donde nunca debió bajar. Tú tendrás otras mariposas azules; en cuanto a mí,
solo cuando me muera me será devuelta mi Mariposa. ¿Qué objeto tendrá en lo
sucesivo mi vida?
Severo
se encogió de hombros murmurando:
-¡Bah,
por una muñeca! Los chiquillos se reemplazan, todos son iguales, pero no ocurre
lo propio con los insectos.
Aquellos
dos hombres, tan amigos hasta entonces, no pudieron comprenderse ni simpatizar
ya nunca.
La
niña, fue enterrada a expensas de su protector en una sencilla sepultura; no
faltaron en ella las más hermosas flores mientras vivió Benigno, flores que
fueron a besar sus hermanas las mariposas.
Commentaires
Enregistrer un commentaire