Novelas cortas de Julia de Asensi

Novelas cortas
de Julia de Asensi

Julia de Asensi
(4 de mayo de 1859 - 1921)
Escritora, periodista y traductora española.


  1. Los dos vecinos
  2.  La fuga 
  3.   La casa donde murió 
  4.  La gota de agua
  5.  La mariposa 




Los dos vecinos


- I -
-Debe ser rubia, tener los ojos azules, una figura sentimental -dijo Santiago.
-Te equivocas -replicó Anselmo-; debe ser morena, con brillantes ojos negros, cabellos de azabache, abundantes y sedosos...
-No -interrumpió Genaro-; ni lo uno ni lo otro. Pelo castaño, ojos garzos, pálida, hermosa, elegante, esbelta.
-¿De quién se trata? -preguntó Rafael, entrando en la habitación de la fonda donde discutían sus tres amigos.
-Ven aquí, Rafael -dijo Santiago-; nadie mejor que tú puede sacarnos de esta duda. Aunque has llegado al pueblo hace pocos días, de seguro habrás observado que enfrente de tu casa vive una mujer acompañada de dos criados viejos, verdaderos Argos que la guardan y la vigilan, sin permitir que nadie se aproxime a su morada. Ninguno de nosotros ha alcanzado la suerte de ver a tu vecina, y hablábamos del tipo que imaginábamos debía tener. Tú, sin duda, la habrás visto, y podrás decirnos cuál acierta de los tres.
-Sé, en efecto, que enfrente de mi casa vive una mujer que, como vosotros, supongo será joven y hermosa -contestó Rafael-; de noche llegan hasta mí las dulces melodías que sabe arrancar de su arpa o los suaves acentos de su voz; pero en cuanto a haberla visto, os aseguro que jamás he tenido esa suerte, y sólo he logrado vislumbrar una vaga sombra detrás de las persianas de sus balcones. Hasta ahora me he ocupado muy poco de ella; la muerte de mi tío, su recuerdo, que me persigue sin cesar en esa casa que él habitó y que heredé a su fallecimiento, todo contribuye a que no busque gratas sensaciones; así es que apenas me he asomado a la ventana desde que llegué, y cuando lo hago es como mi misteriosa vecina, detrás de las persianas; así observo sin que nadie pueda fijarse en mí.
-¿De modo que no te es posible decirnos nada respecto a ella? -preguntó Anselmo.
-Nada -contestó Rafael.
-Yo apuesto un almuerzo a que he acertado -dijo Genaro.
-Y yo lo mismo -añadió Santiago.
-Y yo igual -murmuró Anselmo.
-En cuanto sepa quién gana, os lo comunicaré -dijo Rafael-. En mi calidad de vecino, podré saber antes que vosotros lo que deseáis averiguar, y tendré el gusto en dar la nueva al vencedor.
-Mañana -repuso Santiago-, partiremos los tres de caza al monte, y volveremos dentro de unos ocho días; entonces nos dirás cuál ha ganado de los tres.
-¿Tú no nos acompañas? -preguntó a Rafael Anselmo.
-No puedo -contestó el joven-; y además de tener ocupaciones, soy poco aficionado a la caza.
-Supongo que no habrás olvidado que nos prometiste comer hoy con nosotros -dijo Genaro.
-No; principalmente he venido por eso.
Durante la comida se habló de la misteriosa vecina; se renovaron las apuestas, y a las once se separaron Rafael y sus tres compañeros, quedando estos en la fonda y regresando el primero a su morada.

- II -
Cuando Rafael entró en su cuarto, en vez de hacer alumbrar la habitación, dio orden a su criado de que se retirase, y asomándose a la ventana, se apoyó en el alféizar, fijando sus miradas en la casa de enfrente.
La noche estaba obscura, el aire era tibio, y hasta el joven llegaba el aroma de las flores que adornaban los balcones de la vivienda de su vecina.
Las persianas de aquellos estaban cerradas, y apenas se veía entre alguna un débil rayo de luz. Lo que sí percibía claramente Rafael era el sonido dulce y melancólico de una pieza musical tocada magistralmente en el arpa.
-¡Cuánto daría por ver a la que así expresa con la música las sensaciones de su alma! -exclamó.
Poco a poco se fueron extinguiendo todas las luces; la casa de enfrente quedó como la de Rafael, envuelta en la sombra, y entonces oyó el joven el ruido de una persiana que se abría. Vagamente divisó la figura esbelta y graciosa de una mujer vestida de blanco, que se asomó a uno de los balcones, apoyando sus brazos en la barandilla. Así pasó un cuarto de hora, y al cabo de él las campanas de la iglesia cercana empezaron a tocar con tal precipitación, que los dos vecinos no pudieron menos de asombrarse.
Sin embargo, la sorpresa de Rafael no fue de larga duración, porque bien pronto vio a lo lejos un resplandor rojizo y una columna de humo que se elevaba al cielo.
Un hombre pasó rápidamente por la calle.
-Dios mío, ¿qué sucede? -preguntó ella dirigiéndose sin duda al transeúnte, que no la oyó.
Rafael, al escuchar aquel dulce acento, se sintió impresionado, y se apresuró a contestar.
-Señora, es un incendio.
-¡Un incendio! ¿Y se sabe dónde?
-Debe ser en la fábrica de papeles pintados que hay no lejos de aquí.
-¡Qué desgracia! -exclamó la vecina-. ¡Cuántas familias quedarán pereciendo si el fuego es de consideración!
-Corro a verlo y traeré a usted noticias.
Media hora después volvía Rafael a ocupar su puesto en la ventana de su casa.
-Señora -dijo a su vecina que permanecía inmóvil-, el incendio ha sido cortado y no hay que lamentar grandes pérdidas. El pueblo en masa ha trabajado con ahínco para que se extinga.
-Gracias al cielo, puedo retirarme tranquila. Le agradezco el servicio que me ha prestado, pues sé que no tengo ninguna desdicha que lamentar.
-¿Se va usted ya?
-Es muy tarde.
-¿Quiere usted hacerme un favor?
-Si está en mi mano...
-Precisamente: que antes de retirarse a sus habitaciones toque un momento el arpa.
La vecina se retiró, y poco después volvían a sonar los suaves acordes del instrumento. Rafael no se apartó de la ventana hasta que la vecina dejó de tocar; entonces se alejó; y durante toda la noche no cesó de soñar con ella.

- III -
A las once en punto de la siguiente, Rafael se asomó, y su vecina no tardó en imitarle. Habían hablado la víspera y era natural que se saludasen. Ambos tenían curiosidad por saber quiénes eran el uno y el otro, y él sacó la conversación sobre esto, empezando por decir:
-¿Hace mucho tiempo que se halla usted en este pueblo?
-Quince días -contestó ella.
-Yo también hace poco que he llegado. Vivía en Madrid, y tenía en esta tierra a un hermano de mi madre, al que quería mucho, y que ha muerto ahora, dejándome por heredero de todos sus bienes. Mi tío era muy conocido y apreciado aquí, D. Antonio León.
-Era amigo de mi padre -interrumpió ella.
-Es posible. ¿Cómo se llama su señor padre?
-Pedro Vázquez.
-No recuerdo haberlo oído nombrar. ¿Vive todavía?
-Tengo la desgracia de ser huérfana.
-¿Está usted aquí sola?
-Completamente sola.
-¿No tiene usted familia, ni hermano, ni esposo? -preguntó Rafael.
-No tengo hermano, y soy soltera -contestó ella.
El joven respiró libremente.
-¿Vive usted por placer en este pueblo? -preguntó pasado un instante.
-Me han mandado los médicos aspirar los aires puros del campo, y he elegido con preferencia este lugar porque no se halla lejos de la corte, donde he habitado siempre. Por lo demás, sé que todo cuanto haga será inútil porque mi mal no tiene remedio.
-¿Está usted enferma?
-Sí señor.
-No será tan grave como piensa.
-Tanto que temo morir aquí.
-¿Por qué tiene usted tan triste pensamiento?
-Quisiera equivocarme -murmuró ella-, pues a los veinticinco años nadie muere contento; pero si Dios lo dispone, me resignaré.
-Bien, es joven, pensó Rafael; ahora me falta verla y averiguar su nombre.
Hubo una breve pausa y él continuó:
-No se la encuentra a usted en ningún lado.
-No voy más que al jardín -contestó ella.
-¿Ni a misa?
-Me la dicen en el oratorio que tengo en mi casa.
-¿Le han prohibido a usted salir?
-Me lo he prohibido yo.
-¿Puedo saber por qué?
-Es un secreto.
-¿Sería indiscreción hacer a usted otra pregunta? -prosiguió Rafael.
-De ningún modo -respondió la joven-, hable usted.
-Desearía saber el nombre de mi vecina.
-Me llamo Carlota. ¿Y usted?
-Yo Rafael Torres. Solo me resta pedirle un favor: ¿consentirá en asomarse un rato todas las noches?
-Me asomaré con mucho gusto.
-¿No faltará usted nunca?
-Nunca. Las doce da el reloj de la parroquia y es hora que me vaya. Buenas noches.
Los dos se alejaron, y desde aquel día se hablaron a la hora convenida, y pronto pudieron convencerse de que no eran indiferentes el uno al otro.

- IV -
Cuando Anselmo, Santiago y Genaro regresaron al pueblo, Rafael no pudo decirles aún cómo era el rostro de su misteriosa vecina.
Aunque el tiempo se había serenado, la luna salía tan tarde que Carlota y Rafael se retiraban antes que la reina de la noche esparciese su luz de plata sobre la tierra. Parecía que ambos jóvenes ponían especial cuidado en no encontrarse en calles o paseos, lo que nada tenía de particular, porque Carlota no abandonaba jamás su vivienda. En cuanto a Rafael, a causa del luto por su tío, no iba a ninguna diversión, y únicamente visitaba a sus amigos. Estos se alejaron de nuevo de aquel lugar, prometiendo a Rafael volver a verle pronto.
Así estaban las cosas, cuando el joven se decidió por fin a decir a Carlota que la amaba, teniendo la inmensa satisfacción de saber que era correspondido. Fueron aquellos unos amores por demás extraños. Se hablaban de noche, no se conocían, ni parecían desear verse.
Él comprendía que ella era alta, esbelta y elegante, pero no podía descubrir sus facciones; ella creía adivinar que él tenía mediana estatura, que su porte era distinguido, pero ignoraba si era feo o hermoso. ¿Qué les importaba esto? Su amor tenía mucho de ideal y algo de fantástico, ambos soñaban con la belleza del alma, importándoles poco su envoltura; pero esto no se lo decían jamás, y los dos vivían en un error del que nadie podía sacarles.
Rafael tenía un criado que le profesaba verdadero cariño, y Carlota, como ya hemos dicho, dos viejos servidores que la habían conocido desde niña. Los tres criados se hablaban con frecuencia, y un día por la mañana se hallaron en la calle la anciana Dominga y el buen Roque.
-¿Qué tal está tu señora? -preguntó él
-Algo delicada -respondió ella-; ¿y tu señor?
-Mi amo sigue bueno -contestó Roque.
¿Cuántos años hace que estás al servicio de la señorita Carlota?
-Veinte; tenía ella cinco cuando entré en su casa; la quiero como si fuera una hija mía. Quedó huérfana muy niña y era ya muy débil y enfermiza; ahora se ha fortalecido algo; pero los médicos me han dicho en secreto que no vivirá largos años. No sé cómo podré estar sin ella.
-Y... ¿es hermosa tu ama? ¿Cómo son sus cabellos?
-Así... rubios.
-¿Y sus facciones?
-No me he fijado.
-¿Cómo son sus ojos?
-¿Sus ojos? ¡Ah! No sé. Y tu señor, ¿cómo es?
-Como otros muchos hombres respecto a la figura; pero ¡es tan bueno! ¡No quisiera cambiar nunca de amo!
-¡Ojalá tuviéramos los mismos señores! -suspiró Dominga.
-¡Ojalá! -repitió melancólicamente Roque.
Y ambos se separaron tristes y pensativos.

- V -
Llegó el otoño y ni Rafael ni Carlota pensaron en volver a la corte. Ambos vivían felices en medio de aquella soledad que les rodeaba; se amaban con ternura, y nada había más puro ni más poético que sus conversaciones nocturnas, que iban siendo más largas conforme anochecía más temprano.
Un día la joven faltó a la cita, y Rafael, lleno de ansiedad, la aguardó inútilmente hasta que lució el alba. A la mañana siguiente envió a Roque a preguntar qué sucedía, con encargo de llevar una carta para Carlota. El fiel criado supo por Dominga que su señora se hallaba enferma, y que no había podido desde la víspera abandonar el lecho. Avisado el médico había dicho que la joven estaba muy grave de la afección al corazón que padecía, y desesperaba de curarla.
El dolor de Rafael no tuvo límites, no bastando para consolarle la presencia de sus tres amigos, que acababan de llegar al pueblo con objeto de pasar con él una corta temporada.
Una mañana, las campanas de la parroquia lanzaban un fúnebre tañido. Carlota había muerto sin que Rafael lograse verla antes de expirar. Lo que no había pensado en vida de la joven quiso realizarlo después de muerta; anheló mirarla de cerca una vez al menos, y cuando supo que había llegado la hora del entierro, se dirigió lentamente al cementerio acompañado de Anselmo, Genaro y Santiago, que conocían sus amores y no habían querido separarse de él.
Pronto se detuvo a la puerta del camposanto el coche que conducía los restos mortales de la infeliz joven. Cuatro hombres bajaron el ataúd, lo llevaron junto a una sepultura abierta, y lo depositaron en el suelo.
Descubierta la caja, y mientras el cura recitaba con monótono acento las oraciones de los difuntos, Rafael dio algunos pasos hacia adelante, murmuró varias palabras ininteligibles y hubiera caído al suelo sin sentido, a no haberle sostenido en sus brazos sus amigos, que corrieron a él con solícito interés. Lo primero que hicieron fue alejarle de aquellos tristes lugares guiándole a un sitio apartado del mismo cementerio, desde el que no se veía el entierro de Carlota, y gracias a los cuidados de los tres, volvió el joven en sí.
-¿Dónde está? ¡Quiero verla!- exclamó desasiéndose de los brazos de sus compañeros.
-Apóyate en mí y te conduciré donde se halla su cuerpo-, dijo Genaro.
Cuando llegaron, el ataúd estaba dentro de la sepultura, casi cubierto por la tierra que sobre él arrojaba el enterrador.
-¡Demasiado tarde! -murmuró Rafael.
Un viejo que lloraba le miró sorprendido.
-Señor -dijo-, yo soy Gil, el criado de la señorita Carlota, y no puedo menos de agradecer el dolor que demuestra usted por su muerte. Dígame su nombre para que eternamente lo recuerde.
-Me llamo Rafael.
-¡Rafael! -repitió Gil con asombro-. ¿Era usted su vecino?
-El mismo.
-¡Cuánto le quería ella a usted! ¿Por qué no fue a visitarla nunca?
-Hoy que Carlota ha muerto, no tengo para qué ocultarlo -dijo tristemente Rafael-. Imaginaba a mi vecina una mujer tan bella como espiritual; sabía que mi figura debía desagradarle, y le hice el amor a la luz de las estrellas, cuando Carlota no podía verme bien. Creo que mi alma vale más que mi cuerpo, puesto que ella me quiso, mientras las demás mujeres que me vieron me desdeñaron, y esto me obligó a ocultarme constantemente a mi vecina. Por eso huí las ocasiones de verla, para que Carlota no me viera a mí.
-Pero ¿por qué, señor?
-El por qué no puede oscurecérsete -murmuró Rafael-. ¿No ves mi cuerpo contrahecho y mi rostro feo y repulsivo?
-¡Señor, señor! -dijo el criado-, esa no era causa suficiente para que no se presentase usted a mi ama. Ella también huía las ocasiones de encontrar a usted; le atormentaba la idea de que al conocerla no la amase; ella se había hallado igualmente abandonada por los hombres en los que no encontraba cariño ni protección; temía que si usted la viera la olvidase...
-Pero ¿por qué? -interrumpió Rafael.
-Tenía una vejez prematura, sus cabellos habían encanecido, arrugas precoces surcaban su frente, lloraba mucho su desdicha, y solo encontraba consuelo, antes en la música, después en su amor. Apenas llegaba la noche, su rostro se animaba, parecía quo no tenía alma más que para escuchar a usted, y en aquellas horas recobraba vida y fuerzas para el siguiente día. ¿Por qué no fue a verla? Dice que no es hermoso, que el cielo le ha castigado haciéndole lisiado. ¡Ah! D. Rafael, mi señora no lo hubiese sabido, ella le hubiera adorado siempre y usted la hubiera adorado de igual modo.
-Pero mi figura...
-Mi ama no la hubiera visto: la señorita Carlota era ciega de nacimiento.
-¡Dios mío! -murmuró Rafael-. He perdido la única mujer que me hubiera querido en la tierra


La fuga 



La casa era espaciosa, con la fachada pintada de azul; se componía de tres pisos, tenía dos puertas y muchas ventanas, algunas con reja. Una torre con una cruz indicaba dónde se hallaba la capilla. Rodeaba el edificio un extenso jardín, no muy bien cuidado, con elevados árboles, cuyas ramas se enlazaban entre sí formando caprichosos arcos, algunas flores de fácil cultivo y una fuente con una estatua mutilada.
Una puerta de hierro daba a una calle de regular apariencia; otra pequeña, bastante vieja y que no se abría casi nunca, al campo. Este presentaba en aquella estación, a mediados de la primavera, un bello aspecto con sus verdes espigas, sus encendidas amapolas y sus Poéticas margaritas.
¿Se celebraba alguna fiesta en aquella morada? Un gallardo joven tocaba la guitarra con bastante gracia y de vez en cuando entonaba una dulce canción. Al compás de la música bailaban dos alegres parejas, mientras un caballero las contemplaba sonriendo, como recordando alguna época no muy lejana en que se hubiera entregado a esas gratas expansiones.
Un anciano de venerable aspecto, el jefe sin duda de aquella numerosa familia, se paseaba melancólicamente en compañía de un hombre de menos edad, y algunos otros se encontraban sentados en bancos de piedra o sillas rústicas, hablando animadamente.
Lejos del bullicio, sola, triste, contemplando las flores de un rosal, se veía a una joven de incomparable hermosura, vestida de blanco. Era tal su inmovilidad, que de lejos parecía una estatua de mármol.
Tenía el cabello rubio, los ojos negros; era blanca, pálida, con perfectas facciones, manos delicadas, pies de niña.
¿Estaba contando sus penas a las rosas? ¿Vivía tan aislada que no tenía a quién referir la causa de su dolor?
Más de un cuarto de hora permaneció en el mismo sitio y en la misma postura, hasta que la sacó de su ensimismamiento un bello joven que se aproximó cautelosamente a ella.
-¿Estás sola? -le preguntó en voz baja.
La mujer se estremeció al oír aquellas palabras y no contestó.
-¿Tienes miedo de que tu padre nos oiga? -prosiguió él-. No temas, está lejos, muy lejos, paseando con su amigo y confidente Raimundo. ¡Pobre Aurora mía! ¡Cuánto hemos sufrido por él! Hoy, burlando su vigilancia, he llegado hasta aquí, porque necesito hablarte. ¿Persiste en su idea de casarte con otro porque no soy bastante rico para unirme contigo? ¿Es esta una resolución irrevocable?
-No es ese su proyecto ahora -contestó la joven con apasionado acento-. Viendo que no puedo amar a nadie más que a ti, no me obliga a que me case con otro, quiere que sea monja.
-¿Y lo serás?
-Nunca. La vida del convento me espanta, porque en mis oraciones mezclaría sin cesar tu recuerdo al de Dios.
-¿Y cómo sería de otro modo? ¿No te has criado al lado mío? ¿No hemos jugado juntos en nuestra infancia?
-Desde la edad de cinco años te quiero todo lo que puede amar mi corazón.
¿Te acuerdas de aquel día en que fuimos a la feria de Santa Marta y me compraste la primera muñeca? ¿Y mucho más tarde, de aquel en que me diste el primer ramo de flores? Y aun después, ¿de aquel en que me escribiste la primera carta de amor?
-Sí -murmuró él-, y del primer vals que bailamos, y de la primera flor que me diste y que ya marchita conservo con uno de tus rizos en la caja de mis recuerdos, y de los anillos que cambiamos. ¿No llevas el tuyo?
La joven inclinó la cabeza sobre el pecho y no respondió.
-Mira el mío -prosiguió el apasionado doncel-; jamás se apartará de mí. Pero ya comprendo, tu padre no habrá consentido en que lleves la sortija y te la habrá quitado...
-Silencio, Salvador -interrumpió Aurora-, alguien se acerca.
Se separaron precipitadamente; él se ocultó y la niña continuó mirando los rosales.
El anciano de los cabellos blancos se aproximó, le dirigió algunas cariñosas frases y luego continuó su camino.
-¡Y parece tan bueno, y que me ama tanto! -exclamó Aurora-. ¿Por qué habré nacido tan desgraciada?
Cinco minutos después Salvador se encontraba de nuevo al lado de ella.
-Esta vida que llevamos no es soportable -murmuró el joven-; vigilados a todas horas por tu tirano, hace años que apenas podemos cambiar algunas palabras, y día llegará en que no nos veamos ni un segundo. ¿Quieres huir conmigo?
-No me atrevo.
-Yo abriré esa puerta que da al campo, débil obstáculo para mí; saldremos, te llevaré en un coche, partiremos a la ciudad más próxima, de allí a Italia, a Suiza; haremos que tu padre pierda nuestro rastro; viviremos felices en una casita humilde, pero poética, que embellecerás con tu presencia. ¿No consientes?
-Nos hallarán.
-No temas. La ocasión se presenta ahora mejor que nunca; desde aquí veo a tu padre que habla con tu primo que está tocando para que bailen esos amantes dichosos, no se ocupa de ti y menos de mí, a quien cree ausente; ven, amada mía.
Y al decir esto arrastraba a Aurora hacia aquel lado del jardín, en que estaba la puerta pequeña.
Ella dudaba y vacilaba aún. De repente se oyeron ahogados gritos hacia el otro extremo del parque, o en la calle quizás, y esto fue causa de que todos fijasen su atención en aquel accidente, sin ocuparse de Salvador y de su compañera.
-¿Cuándo hallaremos ocasión más propicia? -continuó él.
Y procuró persuadirla. Ella no replicaba ya, y dejaba que él la guiase.
La llave de la puerta estaba quitada, pero la madera era vieja. Salvador era fuerte y vigoroso, y después de un rato de infructuosos intentos, logró por fin abrir.
-¡Libres! -exclamó el joven-, libres y para siempre.
Ella dirigió una última mirada al jardín y siguió de buen grado a su amante. Anduvieron por espacio de más de dos horas sin cambiar más que algunas palabras. Ella se sintió fatigada por fin, y quiso descansar.
Se sentaron en el campo, cerca de un arroyuelo, a cuyas orillas estaba un pastor, casi un niño, comiendo con excelente apetito un pedazo de pan que cortaba con un cuchillo.
Sus cabras triscaban entre la verde hierba, sin que él las perdiese de vista.
-¡Qué feliz eres, muchacho! -exclamó Salvador-. Te contentas con vivir al aire libre, tomando una miserable comida y en una eterna soledad. ¿No lees nunca?
-No sé leer -contestó el niño.
-¿No hablas jamás?
-Sí, señor, con mis cabras. Les pongo nombres, por los que atienden; las acaricio y noto que me lo agradecen, mientras que los hombres me pegan o se ríen de mí.
-¿No tienes padres?
-No, señor; no los he conocido.
-¿Y amigos tampoco?
-¿Quién había de querer ser amigo de un miserable como yo?
-¿Ni amores?
Una sonrisa estúpida se dibujó en los labios del pastorcillo, que dijo:
-No me disgusta Anica, la pastora.
-¿Y se lo has dicho?
-Sí.
-Y ella, ¿qué te ha contestado?
-Que soy un animal.
-Es decir, ¿que te desprecia?
-Mi amo asegura que es muy difícil saber lo que siente y lo que piensa una mujer, y que a veces quieren más las que parecen amar menos. ¡Como no podemos ver lo que pasa en su corazón!
-Es verdad, muchacho; nunca habrás dicho una cosa más cierta.
Mientras hablaban Salvador y el pastorcillo, Aurora, rendida por el cansancio de aquella larga caminata, y quizá también por sus emociones, se había quedado dormida. Su hermosa e interesante cabeza descansaba sobre uno de sus brazos y parecía estar tan tranquila como si reposase sobre un mullido lecho.
Algunas pardas nubes empañaban el puro azul del cielo, frescas ráfagas de aire habían reemplazado al sofocante calor de aquel día, que más bien parecía de estío que primaveral.
Continuados suspiros se escapaban del pecho de Salvador, algo agitado por lo extraño de la situación en que se encontraba. ¿Dónde pensaba llevar a aquella mujer? ¿Tenía por aquellos contornos alguna morada conocida en la que ambos pudieran pasar la noche? Misterios son estos que pronto vamos a aclarar.
La voz del pastor sacó al joven de su ensimismamiento.
-Todas mis cabras son dóciles menos una -dijo-, vea usted esa, siempre busca la ocasión de escaparse, y el día en que menos lo espere me dará un disgusto. ¡Eh! ¡Negrilla, Negrilla!
Pero la llamada Negrilla, que era obscura como la noche, lejos de atender a la voz del niño, se iba dirigiendo con alguna rapidez hacia otro rebaño muy distante.
El pastor entonces dejó el resto de su pan y su cuchillo en el suelo y echó a correr, lanzándose en persecución de la fugitiva.
-¡Si pudiese yo ver lo que pasa en el corazón de Aurora! -exclamó Salvador, recordando las palabras del muchacho... - y sin embargo, nada más fácil, ella duerme y puedo averiguar si es mi imagen la que reina en él.
Cogió el cuchillo, acercó su oído al pecho de la joven y allí, donde oyó sus acompasados latidos, sepultó la hoja estrecha y de aguda punta. Ella no hizo ni el menor movimiento, sus labios conservaron su sonrisa, su rostro su serena expresión.
-No tiene más que sangre -murmuró-, en su corazón no había otra cosa. ¡Qué lástima! ¡Yo creí que me adoraba!
Contemplando a la joven, no vio venir al pastor seguido del caballero anciano, del que paseaba con él y de otros dos hombres.
-¡Por fin los encontramos! -exclamó el que Salvador llamaba padre de Aurora-, allí los veo.
-¿Y dice usted que son dos locos que se han escapado de la casa donde por orden de sus familias los tenía usted con otros enfermos de la misma clase? -preguntó el pastor con trémula voz.
-Sí, mientras acudíamos a otro demente que estaba en un acceso de furor, han huido sin duda. Jamás quise que se vieran ni que se hablasen, porque padecían el mismo mal, eran dos locos de amor; temía graves consecuencias si se reunían alguna vez.
-Por fortuna llegamos a tiempo -dijo uno de los criados-, mírelos usted allí, señor doctor, parecen tranquilos.
Antes de aproximarse al loco vieron el horrible desenlace de aquel drama.
-¿Qué has hecho, Aurelio? -preguntó el anciano acercándose al supuesto Salvador, nombre del amante de la niña.
-Ver el corazón de Aurora -contestó impasible-, pero su amor era un sueño, no he hallado mi imagen en él.
-¡Desgraciado, has asesinado a esa pobre niña! ¡Infortunada Clotilde!
-Se llamaba Aurora y era mi amada, la que tú, su infame padre, me negaste en matrimonio porque no era rico.
Y quiso lanzarse sobre él, pero los dos criados se lo impidieron.
-Sujetadle -ordenó el compañero del anciano, que era un médico más joven.
A viva fuerza se llevaron al demente; mientras los dos sabios conducían el inanimado cuerpo de la niña.
El pastor contempló los dos grupos con su mirada estúpida y oyó la extraña orden que daba el viejo a los demás:
-La muerta a la capilla; y el vivo a una jaula


La casa donde murió 



- I -

Camino del pueblo de B..., situado cerca de la capital de una provincia cuyo nombre no hace al caso, íbamos en un carruaje, tirado por dos mulas, Cristina, su madre, Fernando el prometido de la joven, y yo.
Eran las cinco de la tarde, el calor nos sofocaba porque empezaba el mes de Agosto, y los cuatro guardábamos silencio. La señora de López rezaba mentalmente para que Dios nos llevase con bien al término de nuestro viaje; Cristina fijaba sus hermosos ojos en Fernando que no reparaba en ello, y yo contemplaba la deliciosa campiña por la que rodaba nuestro coche.
Serían las seis cuando el carruaje se detuvo a la entrada del pueblo; bajamos y nos dirigimos a una capilla donde se veneraba a Nuestra Señora de las Mercedes, a la que la madre de Cristina tenía particular devoción. Mientras esta señora y su hija recitaban algunas oraciones, Fernando me rogó que le siguiera al cementerio, situado muy cerca de allí, donde estaba su padre enterrado. Le complací y penetramos en un patio cuadrado, con las tapias blanqueadas, y en el que se observaban algunas cruces de piedra o de madera, leyéndose sobre lápidas mortuorias varias inscripciones un tanto confusas. En un rincón vi a una mujer arrodillada, en la que mi compañero no pareció fijarse al pronto.
Me enseñó la tumba de su padre, que era sencilla, de mármol blanco, y comprendí que no era únicamente por verla por lo que el joven había llegado hasta allí. Observé que buscaba alguna cosa que no encontraba, hasta que vio a la mujer, que era una vieja mal vestida y desgreñada, que le estaba mirando atentamente. Fernando bajó los ojos, y ya iba a alejarse, cuando la anciana se levantó y le llamó por su nombre, obligándole a detenerse.
-¿Qué desea V., madre María? -la preguntó en un tono que quería parecer sereno.
-Lo de siempre -contestó la vieja, en cuya mirada noté cierto extravío-, preguntarte en dónde has ocultado a mi niña. Diez años hace que te la has llevado, bien lo sé, y hoy me han dicho en el pueblo que vienes aquí para celebrar tu boda con otra.
-No ignora V., madre María, que su hija murió hace diez años y que yo pagué su entierro para que su hermoso cuerpo descansase en este campo-santo. A mi vez le pregunto: ¿dónde se encuentra la tumba de la pobre Teresa?
-¿Acaso lo sé yo? Un día vine aquí, busqué la cruz que me indicaba el lugar donde me decían que estaba ella, y ¿sabes lo que vi? Un hoyo vacío, y un poco más lejos la tierra recientemente removida. Había cumplido el plazo, y como nadie cuidó de renovarlo y pagar, aquel rincón no pertenecía ya a mi hija y la habían echado a la fosa donde arrojan a los pobres, a los que entierran de limosna.
-¡Pero eso es una infamia! Yo envié dinero para esa renovación -exclamó Fernando.
-No digo que no, pero la persona a quien tú escribiste estaba gravemente enferma, en dos meses no abrió tu carta y entonces ya era tarde.
El joven bajó la cabeza y no replicó.
-¿Con quién te casas? -le preguntó la vieja.
-Con la señorita Cristina López.
-¿Y cuándo te casas?
-Dentro de tres días.
-Eso será si Teresa lo consiente; ella es tu desposada y no tardará en venir a buscarte.
-Madre María -dijo con tristeza el joven-, Teresa no puede venir; los muertos no salen de los sepulcros.
-Ya me lo dirás mañana temprano; por hoy vete en paz.
-Adiós -murmuró Fernando, dirigiéndose hacia la salida del cementerio, donde yo le seguí.
-Sin duda te habrá extrañado lo que acabas de ver y oír -me dijo apenas estuvimos fuera-; pero no será así cuando te cuente esa historia de los primeros años de mi juventud, que deseo conozcas en todos sus detalles. Vamos ahora con Cristina y su madre, que sin duda nos esperan ya; y luego, mientras ellas visitan la casa que hemos de habitar y en la que está mi tía, la futura madrina de mi boda y por la que hacemos hoy este viaje, lo sabrás todo.
Cristina y su madre nos esperaban, en efecto, y juntos nos dirigimos a casa de la tía de Fernando, que estaba situada en la plaza del pueblo, haciendo esquina a una calle estrecha y sombría, en la que, sin saber por qué, entré con una profunda tristeza.
La tía del joven no me agradó; era una señora de unos cincuenta años, alta, delgada, con ojos grises muy pequeños, nariz larga que se inclinaba hacia su barba puntiaguda, y cabellos casi blancos recogidos en una gorra de color oscuro. Estaba muy enferma, y como había servido de madre a Fernando, este había suplicado a la señora de López que la boda se celebrase en el pueblo, para evitar a su tía las molestias de un viaje que, aunque corto; hubiera sido sumamente penoso para ella.
Mientras Cristina y las dos señoras visitaban la casa y recibían a los numerosos amigos que acudieron al saber su llegada, Fernando, que se había obstinado en no subir al piso superior, me llamó, me hizo sentar a su lado, y empezó la prometida historia en estos términos:
-Hace once años, cuando solo tenía yo veinte y había acabado la carrera de abogado en Madrid, mi padre me envió una temporada a este pueblo para que hiciese una visita a su única hermana, que es esa señora a quien acabas de ver. Era yo huérfano de madre, me había educado sin sus consejos, lejos también de mi padre, al que retenían fuera de su casa constantes ocupaciones; así es, que puedo asegurar que desconocía casi totalmente lo que eran los goces de familia. Aunque heredero de una mediana fortuna, no debía entrar en posesión de ella hasta mi mayor edad; tenía muchos compañeros de estudios, pero ningún amigo; por lo tanto, excusado es decir que, hallándome casi solo en el mundo, me apresuré a aceptar con júbilo lo que mi padre me proponía, poniéndome en camino para este pueblo con el alma inundada de dulces emociones. ¿Correspondió esto a lo que yo esperaba? Seguramente no. Mi tía, a la que no veía desde niño, me fue al pronto repulsiva, por más que se mostrara desde luego cariñosa y tolerante conmigo; el pueblo me pareció triste, a pesar de sus jardines y de las pintorescas casitas que hay en él; sus habitantes poco simpáticos, aunque todos me saludaban con afecto. Me dediqué a la caza, estudié un tanto la botánica, y así se pasó un mes, durante el cual llegué a reconciliarme con mi tía, con el pueblo y con sus moradores.
Una mañana, al volver a casa, encontré, al pasar por una de las habitaciones, a una muchacha de quince a diez y seis años, a la que nunca recordaba haber visto, cosiendo con el mayor afán. Al oír mis pasos alzó la cabeza, y aunque la bajó de nuevo casi en seguida, no fue tan pronto para que no hubiera observado que tenía una frente blanca y pura que adornaban hermosos cabellos castaños, ojos pardos que lanzaban miradas francas o inocentes, una boca pequeña, una nariz más graciosa que perfecta y unas mejillas coloreadas por un suave carmín. No le dirigí la palabra; pero pregunté a un criado quién era, sabiendo por él que venía a coser casi todos los días a casa de mi tía Catalina, que era huérfana de padre, que mantenía a su madre enferma, de la que era el único sostén, pues había perdido a sus tres hijos mayores, no quedándole más amparo y consuelo que aquella niña. La historia me interesó; yo era joven, la muchacha hermosa, no habíamos amado nunca; empezamos a hablar, sin que mi tía lo advirtiese, y acabamos por adorarnos. Teresa no había recibido una educación vulgar; hasta los doce o trece años había estudiado en el convento de religiosas del pueblo, saliendo de él a la muerte de su padre, acaecida hacía cuatro años.
No sé quién refirió a mi tía nuestros amores; ello es que los supo, que me amonestó con dureza, amenazándome con hacerme marchar a Madrid, después de escribírselo todo a mi padre; y desde entonces la joven no volvió a mi casa, y tuve diariamente que saltar las tapias de su jardín para verla y hablarla sin que su madre lo advirtiera, pues también se oponía a nuestras amorosas relaciones.
Así estaban las cosas, cuando hace poco más de diez años caí gravemente enfermo, atacado de unas calenturas contagiosas. Mi tía se alejó de mí, los criados se negaron a asistirme, y entonces María y Teresa se ofrecieron a ser mis enfermeras, no pudiendo oponerse mi tía a ello porque mi estado era cada vez más alarmante y exigía continuos cuidados.
Desde el momento en que Teresa estuvo a mi lado sentí un dulce bienestar, la fiebre desaparecía por instantes; pero se me figuraba ver que las mejillas de mi amada tomaban tintes rojizos, que sus labios estaban comprimidos y ardientes, que sus ojos brillaban con un fuego extraño. La enfermedad que huía de mí, se iba apoderando de ella, y era mi mismo mal el que la devoraba.
-¿Qué tienes? -le pregunté.
-He pedido tanto a Dios que salvase tu vida a costa de la mía -murmuró la joven-, que me parece que por fin se ha dignado escucharme y me voy a morir antes que tú.
Aquello era cierto; por la noche Teresa se agravó tanto, que no pudo volver a su casa, y mi tía le ofreció su cuarto y su cama para que descansase; entonces estaba profundamente agradecida a los tiernos cuidados de la joven.
Excusado es decir que doña Catalina pensaba renunciar para siempre a su habitación y a su lecho, temiendo el contagio de la enfermedad.
Me restablecí pronto, a medida que el estado de la joven iba siendo peor. Estaba desesperado, loco. Su madre también empezaba a perder la razón. Un día me dijo el médico: «Ya no hay remedio para este mal». Y ella también murmuró a mi oído: «Me muero, pero soy feliz, porque tú me amas y me amarás siempre».
-¡Oh, te lo juro! -exclamé-; mi corazón y mi mano no serán de otra mujer jamás.
-Eso lo sé mejor que tú -dijo sonriendo dulcemente-; también sentiré celos desde otro mundo de la mujer a quien ames, y no consentiré que seas perjuro. No quieras a otra, no te cases nunca; no hay un ser en la tierra que pueda adorarte lo que yo, y yo te aguardaré en el cielo.
Dos días después espiraba aquella angelical criatura, que ofreció a Dios su vida a cambio de la mía.
Su madre se volvió loca.
Pagué el entierro de Teresa; compré una sepultura por diez años... ya sabes que hoy ignoro dónde descansa su hermoso cuerpo; envié una carta a mi tía, que no la leyó hasta dos meses después de cumplirse el plazo, porque ella también estaba enferma.
Decirte que durante estos diez años el recuerdo de Teresa me ha perseguido constantemente, sería faltar a la verdad; he amado a otras mujeres, y hace cuatro años estuve a punto de casarme con una hermosa joven; pero la desgracia hizo que un mes antes de verificarse nuestro enlace, los padres encontrasen un pretendiente a la mano de mi amada mejor que yo, y este me fue preferido por ellos, y la novia tuvo que someterse a la voluntad de sus tiranos.
Hoy adoro a Cristina y quiero unir su suerte a la mía, como ya se han unido nuestras almas. ¿Lo conseguiré? Temo que no. La fatalidad me ha traído al pueblo donde vivió Teresa; habito... esta morada llena con su recuerdo; vengo a pasar los primeros días de mi matrimonio en la casa donde ella murió, y un secreto presentimiento me dice que Cristina no llegará a ser esposa mía. Ahí tienes la historia de mis amores: ¿crees que mi temor sea fundado, o que la exaltación en que me hallo es hija de mis pasadas desdichas?
Procuré tranquilizar a Fernando, y después; mientras el joven se reunía a su bella prometida, tuve deseos de ver aquella habitación donde Teresa había muerto, y me hice conducir a ella por un antiguo servidor de doña Catalina.

- II -

Entré en una sala lujosamente amueblada; pasé por allí sin detenerme apenas, y abrí la puerta de un gabinetito en el que estaba la alcoba donde murió la desgraciada niña. Un lecho de madera tallada, algunas sillas de tapicería floreada, una cómoda, un lavabo y algunos cuadros se veían en la pieza, todo cubierto de polvo, señal evidente de que aquella parte de la casa estaba abandonada por completo. El gabinete tenía una sola ventana con vistas a la calle estrecha y sombría, a la que hacía esquina la casa de Fernando; enfrente de la ventana había un armario de espejo; a un lado de este estaba la puerta de la alcoba, al otro una mesita de escribir; algunas sillas iguales a las del dormitorio completaban el mueblaje del gabinete que diez años antes perteneció a la tía de Fernando.
Permanecí allí breves instantes, y luego, llegada ya la hora de la cena, fui en busca de la familia y de sus convidados, sentándonos todos a una mesa suntuosamente servida. La cena duró bastante tiempo, y antes de terminarla, un suceso imprevisto vino a turbar la alegría de algunos y a causar profunda impresión en el ánimo de Fernando. Las campanas de la parroquia tocaban de una manera lúgubre; su voz, siempre triste, parecía una queja que hería nuestros oídos a la vez que nuestro corazón.
-¿A qué tocan? -preguntó Cristina a un criado que estaba cerca de ella.
-A agonía -contestó el hombre con tono indiferente-. Aquí en los pueblos, señorita, se toca por todo: cuando uno va a morir, cuando muere, cuando es el funeral y...
-¿Quién está muriendo? -interrumpió Cristina.
-Una joven de diez y siete años.
-¿Cómo se llama? -preguntó Fernando, cuyo rostro estaba lívido.
-Teresa -dijo el criado.
Doña Catalina le lanzó una mirada furiosa; Fernando bajó los ojos, y observé que sus manos temblaban; en Cristina y su madre sólo se advertía una profunda compasión hacia la infeliz criatura que en lo más hermoso de su vida, en lo más florido de su juventud, iba a abandonar esta tierra por un mundo desconocido. Era Cristina tan dichosa, que pensaba que la humanidad entera debía participar de su ventura y no querer cambiarla por todos los goces celestiales.
Fernando, pretextando que el calor que en el comedor hacía era sofocante, pidió permiso para retirarse un momento a la habitación inmediata, y yo le seguí.
-¿Qué te pasa? -le pregunté.
-Se llama Teresa y tiene diez y siete años -murmuró.
-Es una casualidad.
-Una casualidad así, ¿no te parece un mal presagio tres días antes de mi boda?
Procuré distraerle, pero en vano; la campana lanzaba un tañido más fúnebre todavía y Fernando, que conocía aquel toque, me dijo que la enferma había dejado de existir.
Le hice entrar de nuevo en el comedor, y las dulces palabras de Cristina vencieron los temores de Fernando, que permaneció tranquilo hasta las doce de la noche, hora en que todos nos despedimos hasta el día siguiente, retirándonos cada cual a nuestras respectivas habitaciones. La mía tenía una ventana con vistas a la plaza y se hallaba situada debajo de la de mi amigo. Sin saber por qué, no me era posible conciliar el sueño; me puse a leer un rato, escribí otro, y, por último, me levanté y empecé a pasear con alguna agitación por la alcoba.
Un instante después noté cierto movimiento en la de Fernando, oí abrir varias puertas con sigilo, las pisadas que empezaron a sonar sobre el techo de mi cuarto se perdieron a lo lejos, y un secreto instinto me advirtió que mi presencia era necesaria al joven. Sin darme cuenta de mis acciones, salí precipitadamente en dirección al sitio donde murió Teresa.
Mi amigo se hallaba a dos pasos de la puerta del gabinete sin atreverse a abrirla. Al verme, no pareció extrañar que me hubiera levantado, como si fuera la cosa más natural del mundo, y extendiendo su mano hacia la habitación cerrada, me dijo:
-Hace diez años no entro ahí.
-Ni hoy entrarás tampoco -exclamé con decisión-. Tú estás loco y has empezado a contagiarme. No debiste nunca volver a esta casa, ni aun a este pueblo.
-Hace once años que mi tía es una madre para mí; once años que sé lo que es el amor filial; ¿querías que me casase lejos de ella?
-En buen hora; ya has cumplido con ese deber; ¿pero es preciso que entres ahí?
-Una vez sola -dijo en tono suplicante-; una sola para saber si Teresa permite que me case con Cristina. Mira -añadió-, si al entrar en su cuarto lo hallo todo como hace diez años, la cómoda, la cama, las sillas, me marcho tranquilo y soy feliz; si, por el contrario, encuentro alguna alteración...
-Eres un niño -le interrumpí-; pero si no deseas más que eso, entra, y la paz y la felicidad sean contigo.
Sabía, por haberlo visto por la tarde, que todo estaba igual en el cuarto donde murió Teresa, y no vacilé más, dejando pasar al joven al gabinete.
Fernando abrió la puerta, y murmuró:
-Hay luz dentro.
Me estremecí a pesar mío; un frío glacial se apoderó de mí, porque al entrar mi amigo y yo vimos clara y distintamente en la alcoba de Teresa un lecho mortuorio, cubierto de negros paños, algunos hachones encendidos rodeando un ataúd, en el que descansaban los yertos despojos de una hermosa joven vestida de blanco y coronada de flores. Al lado de ella velaba una mujer en la que reconocí a la madre María, la loca que hallé por la tarde en el cementerio.
Fernando lanzó un grito extraño y se dejó caer de rodillas ocultando el rostro con las manos; yo cerré los ojos, di algunos pasos y tropecé con la puerta de la alcoba. Miré entonces y vi el dormitorio obscuro y desierto.
-Estamos los dos locos -murmuré. Volví en busca de Fernando y lo comprendí todo. Por la tarde el criado había dejado inadvertidamente abierta la ventana del gabinete; ésta, como es sabido, daba a una calle estrecha, y en la casa de enfrente, en una pobre habitación, se hallaba el cadáver de aquella joven desconocida, velado por la madre de Teresa. Tan triste cuadro se reflejaba en el espejo del armario colocado al lado de la puerta de la alcoba, y esto nos hizo suponer, a causa del estado excepcional en que Fernando y yo nos hallábamos, que aquel cuerpo inerte descansaba en la propia casa de mi amigo. La presencia de la madre María era natural allí, pues según acostumbraba a hacer desde la muerte de su hija, pasaba las noches al lado del cadáver de cualquiera joven que muriese en el pueblo. La que había dejado de existir era sobrina de la anciana y llevaba por eso el nombre de su hija.
Cerré la ventana y volví al lado de Fernando.
Le llamé repetidas veces y no me contestó nada.
Algo extraño e invisible ocurrió en aquella habitación; me pareció escuchar un confuso aleteo, se obscureció mi vista y tuve que apoyarme en el armario para no caer.
-¡La casa donde murió! -exclamó Fernando con voz apagada-; tenía que ser así. Amada mía, espérame, ya voy.
Recobré al fin mi sangre fría, hablé a mi amigo, cogí sus manos, que estaban yertas, y las separé de su rostro, que parecía el de un muerto. Después salí corriendo para llamar a los criados en mi auxilio.
Media hora más tarde la señora de López, Cristina, doña Catalina, un sacerdote y yo, rodeábamos la cama donde descansaba Fernando.
-¡Cuánto duerme! -exclamó Cristina.
Me acerqué a él, hice una seña al sacerdote, y éste puso una mano sobre el pecho de Fernando, retrocediendo al punto, porque el corazón de mi amigo no latía.
-¿Qué hay? -me preguntó doña Catalina; y comprendiendo lo que pasaba añadió:
-Era lo único que me quedaba en el mundo; cúmplase la voluntad de Dios.
El sacerdote pronunció en voz baja algunas oraciones.
Me volví hacia la puerta y vi a la madre María que, no sé cómo, se había introducido hasta allí.
-Mi hija es feliz -murmuró-; me ha dicho que Fernando y ella se han desposado ya; sabía que esto no sucedería hasta que él viniese al cuarto donde Teresa estuvo enferma, a la casa donde murió. Diez años he aguardado; ¡alabado sea el Señor, que al fin me ha concedido esta ventura


La gota de agua 



- I -
Jamás se vio un matrimonio más dichoso que el de D. Juan de Dios Cordero -médico cirujano de un pueblo demasiado grande para pasar por aldea, y demasiado pequeño para ser considerado como ciudad-; y doña Fermina Alamillos, ex-profesora de bordados en un colegio de la corte, y en la actualidad rica propietaria y labradora. Hacía veinte años que se habían casado, no llevando ella más dote que su excelente corazón, ni él más dinero en su bolsillo que 60 reales; y a pesar de esta pobreza, conocida su proverbial honradez, sin recibir ninguna herencia inesperada, al cabo de cinco lustros, el señor y la señora de Cordero eran los primeros contribuyentes del lugar. ¡Pero qué miserias habían pasado durante esos cinco lustros! En aquella casa apenas se comía, se dormía en un humilde lecho, y su mueble de más lujo lo hubiera desdeñado cualquier campesino.
Cuando alguien preguntaba a doña Fermina por qué no teniendo hijos a quienes legar su fortuna había ahorrado tanto dinero a costa de su bienestar y acaso de su salud, la buena señora respondía: «Hice como la hormiga, trabajé durante el verano de mi vida, para tener alimento, paz y albergue en mi invierno. He cumplido cincuenta años; si vivo veintitantos o treinta más -que bien puede esperarlo, la que como yo, sólo encuentra en su casa gratos placeres-, daré por bien empleada mi antigua pobreza, que hoy me brinda una existencia serena y desahogada».
Juan de Dios no tenía más opinión que la de su mujer; a él le había tocado trabajar como médico-cirujano, y a su esposa economizar lo ganado en aquel pueblo a fuerza de sudores y fatigas, porque no todos los enfermos pagaban; unos por falta de recursos, y los más porque se morían. Esta era la única mancha que tenía Juan de Dios sobre su conciencia; muchos de los pacientes, a los que había dado pasaporte para el otro mundo, no estaban condenados a morir. Acostumbrado a curar siempre con sangrías, había precipitado con ellas el fin de bastantes desgraciados; pero cuentan, que a pesar de eso, el honrado doctor, hombre excelente, dormía como un bienaventurado, y que jamás se le apareció en sueños ninguna de sus víctimas.
Acababa de acostarse Juan de Dios, serían las nueve de una noche fría y lluviosa del mes de Marzo, cuando llamaron a la puerta. Marido y mujer se sobresaltaron; hubo una ligera polémica sobre si debía abrirse o no, y ya era cosa resuelta que no se abriría, porque este fue el parecer de la esposa, cuando entró la criada en la habitación de sus amos, y dijo:
-Señor, avisan a usted con urgencia para una enferma.
-No puede ir -gritó doña Fermina.
-Mujer, por Dios -suplicó el marido...
-Te vas a resfriar.
-¿Y si por no constiparme se muere esa desgraciada?
-¿Y si coges una pulmonía y te mueres tú?
-Iré bien abrigado.
-Vamos, no lo consiento.
-¿Qué respondo al criado de la señora baronesa? -preguntó la criada.
-¡Ah! ¡Se trata de la señora baronesa! -exclamó Fermina abriendo con asombro los ojos-; eso es otra cosa.
Entre las debilidades de aquella honrada mujer, pues todos las tenemos, era la principal su deseo de tratar a personas de elevada alcurnia. Hacía más de un año que la baronesa vivía en el pueblo con su marido y su hijo, y doña Fermina no había encontrado una ocasión propicia para introducirse en su casa; nunca se había visto una familia de mejor salud; al fin un individuo de los principales, reclamaba los cuidados científicos de Juan de Dios, éste salvaría a la paciente y la amistad entre la ilustre dama y la antigua profesora, llegaría a ser un hecho real y positivo.
-Di al criado de la señora baronesa -se atrevió a murmurar Juan de Dios -que no me siento bien y que me es imposible ir.
-¿Qué estás diciendo? -exclamó la esposa-. ¿Dejarás morir a esa señora?
-Por no resfriarme, por no darte un disgusto...
-No, esposo mío, no te resfriarás. Ponte el abrigo forrado de pieles, la bufanda, la capa, el gorro bajo el sombrero y ve en coche. ¿Ha mandado el suyo la baronesa?
-Sí, señora -contestó la criada.
-Pues anda, Juan de Dios, no te detengas, así no te pondrás enfermo.
Diez minutos después salía el médico de su casa.
Doña Fermina, rebosando de satisfacción, no pudo conciliar el sueño en el resto de la noche.

- II -
Juan de Dios volvió a las nueve de la mañana del siguiente día. Su esposa fue a su encuentro con la ligereza propia de una niña, y apenas vio a su marido, le preguntó:
-¿Qué quería la baronesa? ¿Te ha recibido bien? ¿Te ha ofrecido la casa? ¿Te ha rogado que vaya a visitarla o te ha dicho que ella vendrá primero a verme? ¿No me contestas?
-Cuando acabes de preguntar, Fermina.
-Pues ya he concluido.
-La baronesa estaba enferma, y solo me ha hablado de lo referente a su dolencia; no me ha preguntado por ti.
-¡Qué grosería!
-La baronesa, dos horas después de mi llegada, dio a luz una robusta niña, que ha sido recibida con verdadero júbilo, pues ya sabes que no tenía más que un hijo y ella deseaba vivamente una hija.
-Y después, ¿qué has hecho?
-Ya dejaba tranquila a la ilustre señora, ya salía de su casa y me disponía a volver a la mía, cuando una mujer pobremente vestida me llamó. «¿Es usted el doctor?» me preguntó. Y al oír mi respuesta afirmativa, añadió: «¿Puede usted asistir a una vecina mía?» ¿Cómo negarme a hacerlo? Subí a una humilde boardilla, y encontré a una infeliz joven que se hallaba en el mismo caso que la baronesa. Comparé lo que acababa de dejar con lo que estaba viendo: en el palacio muebles lujosos, ricas colgaduras, luces, espejos, suntuosos trajes, un esposo amante, amigos solícitos, criados esperando con interés la feliz nueva... En la boardilla, desnudas paredes, vigas carcomidas, un jergón, harapos, soledad, tristeza. Aquella desgraciada acababa de quedar viuda; su marido no le había dejado recursos de ningún género y ella se moría de hambre y de pena. Dio a luz otra niña, flaca y que no parecía tener más que un soplo de vida. Pero acaso no muera: nace con mala estrella para dejar tan pronto el mundo. Perdona Fermina si le di, sin contar con tu beneplácito, una moneda de plata a aquella mujer.
-Que trabaje.
-Su estado no se lo permite: ya trabajará.
-Casi todas las que están en el último grado de miseria, tienen la culpa de lo que les sucede.
-Ella me ha pedido ayuda y protección.
-Yo también fui pobre, trabajé, y ahora disfruto un grato bienestar; que haga lo mismo y no será desgraciada.
Fermina estaba de mal humor, porque la baronesa no había preguntado por ella, y por eso hablaba de ese modo; por lo demás su corazón era bellísimo, y al siguiente día encargó a su marido que enviase ropas, caldo y otras cosas a la pobre viuda.

- III -
Esta no fue tan digna de compasión como era de suponer. Un acontecimiento inesperado vino a sacarla de aquella situación angustiosa. La nodriza que había buscado la baronesa para criar a su hija tuvo que volver a su pueblo al mes de nacer la pequeña Camila, y no encontrándose ninguna con la premura necesaria, Juan de Dios le propuso a la mujer de la boardilla, que se había restablecido por completo, gracias a los cuidados de doña Fermina. La joven fue admitida con la condición de que había de buscar alguna persona que se encargase de su niña. Así esta, la pobre Benigna, por ser desgraciada en todo, no gozó, ni en los primeros meses de su vida, las caricias de su madre. Fue confiada a una vecina, que la crió al propio tiempo que a un hijo suyo, y únicamente cuando la niña anduvo sola y dio poco que hacer, se consintió al ama de Camila que llevase a Benigna consigo.
Camila era muy bonita, Benigna fea, medio raquítica, solo tenía hermosos cabellos castaños y grandes ojos azules, en los que ya se reflejaban la bondad y el candor de su alma.
Cuando Camila no necesitó ama, doña Fermina y Juan de Dios quisieron llevarse a la viuda a su servicio; ella no consintió, y acaso de aquella negativa nacieron todas las desgracias de su hija. Tal vez el médico y su mujer hubieran adoptado a la niña, legándole en su testamento su fortuna, que harto lo prueba que así lo hicieron más tarde con una huérfana que acogieron; pero a la madre de Benigna le deslumbró el brillo de un título, y no consintió en abandonar a la baronesa.
Doña Fermina no realizó jamás su dorado sueño de ser amiga, ni aun conocida de la ilustre dama.

- IV -
Ya tenían las niñas seis años, cuando la nodriza murió. Benigna, que la quería tiernamente, sintió un inmenso vacío en su derredor; pero en la infancia se olvida fácilmente, y poco tardó en compartir los juegos de Camila.
Una tarde, la hija de la bella señora y la huérfana, sentadas ambas sobre la alfombra, vestían y peinaban una gran muñeca, mientras la baronesa, no lejos de ellas, conversaba con varios de sus amigos. Su vista se fijó en las dos niñas, que no advirtieron la atención de que e ran objeto.
-¿Pero quién diría -exclamó riéndose y comparando la esbelta y graciosa figura de su hija con el defectuoso cuerpo y el feo rostro de Benigna-, que estas dos criaturas han nacido en el mismo día? Vean ustedes: Camila le lleva más de la cabeza.
-¡Ah! Camila es encantadora -dijo un admirador de la madre.
-¿Y cómo consiente usted que su niña, que está tan bien educada, pase tantos ratos al lado de esa chicuela? -preguntó otro.
-Es su hermana de leche. Camila le tiene algún cariño a causa sin duda de que nunca la contraria, y a mí me da pena sacarla de mi casa.
-¿No tiene padres?
-Su madre, única persona que le quedaba en el mundo, murió el verano pasado.
Nadie volvió a ocuparse de las niñas, hasta que Camila se incomodó porque Benigna había dejado caer inadvertidamente la muñeca. Su diminuta mano golpeó repetidas veces el rostro de su compañera de juego, que se alejó llorando.
La baronesa tomó en sus brazos a Camila, y para calmarla prometió comprarle nuevos juguetes. Benigna se dirigió a su cuarto, y después de enjugar sus lágrimas se consoló de la ingratitud de su joven ama, viendo la colección de muñecas rotas que aquella le había dado, y formándolas junto a la pared para que se sostuvieran de pie. Allí se puso a imitar las conversaciones que oía a los señores y a los criados, haciéndose ella representar por una muñeca de agraciado rostro que distaba mucho de parecérsele.

- V -
Pasaron los años y Camila fue llevada a un colegio; su hermano había empezado antes su educación. Benigna no aprendió nada; en casa de la baronesa la vestían y la alimentaban del mismo modo que daban de comer y cuidaban a los perritos preferidos de los amos, para que viviesen, sin ocuparse de nada más.
Benigna cambió poco; al llegar a la adolescencia no tenía ni aun esa belleza propia de los quince años. Su rostro carecía de atractivos, su talle de la esbeltez de la juventud, su estatura era pequeña, solo había en sus grandes ojos azules una melancólica y dulce expresión, que hubiese podido impresionar algunos corazones, si alguien se hubiese dignado fijarse en ellos; pero a Benigna no la miraban ni los criados de la baronesa.
Al cumplir los quince años sacaron a Camila del colegio: era una señorita bien educada, pero fría, egoísta y orgullosa. Benigna había puesto todo su cariño en ella; así es que al verla, olvidando la diferencia de clases, fue a echarse en los brazos de su hermana de leche, pero esta la rechazó con dureza. Benigna se apartó de ella con el corazón destrozado.
El hijo del barón tenía diez y nueve años: también él volvió a la casa paterna después de haber estudiado y viajado. No era tan vanidoso como su hermana, pero su carácter se asemejaba bastante al de esta. Benigna los veía como a dos ídolos, a los que adoraba de lejos, sin que los ídolos se dignasen concederle ni la más insignificante de las gracias.
Una noche, era más de la una, la pobre niña velaba en su cuarto, cuando oyó pasos furtivos en el corredor. Salió sobresaltada y vio al joven que se dirigía a un aposento no lejano del de su madre.
-Benigna -dijo retrocediendo al verla-; he perdido mucho en el juego, y necesito dinero; ¿dónde guardan mis padres el suyo? Tú debes saberlo.
-No lo sé, señor, y aunque lo supiera lo callaría.
-Eres una imbécil, pero me es indiferente que lo calles; yo lo averiguaré.
Y siguió su camino a pesar de las súplicas de la joven.
A la mañana siguiente la baronesa notó la falta de una crecida cantidad de dinero. Los criados dijeron que habían oído por la noche hablar a Benigna con un hombre. Ella no negó que a esa hora estaba levantada; pero no reveló, por cariño al joven, lo que este le había dicho, y él en su egoísmo lo ocultó también. El barón y su esposa no dieron parte a la policía, y encerraron a la niña en su cuarto hasta que descubriese a quién había entregado el dinero.
Benigna tuvo siempre una salud delicada; le causó una dolorosísima impresión verse tratada de tan inicuo modo, y cayó gravemente enferma. Juan de Dios, el que asistió a la madre cuando el nacimiento de la niña, fue llamado para asistir a esta en su postrera enfermedad.
Una tarde, era en el mes de Mayo, Camila fue enviada por su madre para informarse del estado de Benigna.
-No le quedan muchas horas de vida -contestó el doctor.
La joven alzó los ojos, que fijó de un modo extraño en su hermana de leche.
-D. Juan -dijo señalando a Camila-; ¿por qué si nacimos juntas, vivió ella entre el fausto y los halagos de la suerte, y yo no tuve ni familia ni hogar?
-Bienaventurados los que lloran, hija mía -contestó Juan de Dios.
-¿Por qué nació hermosa, por qué vive feliz, por qué no le dirigen injustas acusaciones?
-El Señor lo sabe; piensa en que hay otra vida de dicha y recompensa para los que sufren en esta.
-¿Quién se acordará de mí después que muera?
Benigna se incorporó en el lecho. Su habitación, situada en el piso bajo, tenía vistas al jardín. Desde su cama se divisaban árboles, flores y una fuente. Había llovido, y en las hojas de los tilos brillaban algunas gotas de agua. La niña vio caer dos de ellas; la una fue a perderse en la fuente, agitando levemente su superficie, la otra cayó al suelo y no dejó huella ninguna en la arena.
-Así somos nosotras -murmuró Benigna-; Camila la gota de agua que enriquece la fuente, yo la que absorbe la tierra, sin que de ella quede rastro ni memoria. Acaso sea mejor; nadie me sentirá en el mundo, y mis padres me esperarán en el cielo. Cuando ella muera su familia no tendrá consuelo. ¡Pobres gotas de agua! Yo tampoco os miré hasta hoy, y quizá vosotras descendéis de las nubes para llorar mi prematuro fin. A la tierra vais como yo: ¡cuántas humedeceréis la que ha de cubrir mi sepultura!
Y aun habló más Benigna, pero poco a poco sus ideas fueron menos lúcidas, y en su delirio refirió, sin sospecharlo, cómo se había hecho el robo y nombró al autor de él. Los padres lo supieron con espanto; el hijo declaró que era cierto, y la baronesa y su esposo encargaron a Juan de Dios que nada dijese.
-Que los criados no sospechen la conducta de mi hijo -murmuró la madre-. ¿Qué importa que acusen del robo a Benigna? ¿Qué tenía esa muchacha que perder? Ni nombre, ni familia, ni hogar...
No respetaron ni su memoria; ¡pobre gota de agua!

La mariposa 



Siendo ya viejos Severo y Benigno, amigos desde la infancia, compañeros de estudios después, solteros ambos, habían decidido vivir juntos uniendo sus modestas rentas para pasar el resto de sus días algo mejor.
Severo había perdido muy niño a sus padres, creciendo sin afectos de familia y careciendo de los dulces encantos del hogar. Ya hombre, había dedicado su existencia a la ciencia, coleccionando antigüedades primero, minerales y plantas raras después, siendo su último encanto las aves y los insectos, por lo cual vivía en el campo, habiendo alquilado una sencilla casa con jardín. No menos duro su corazón que aquellos minerales que fueron el solo placer de su juventud, jamás conoció las inefables dichas del amor, quizá porque en su niñez le faltaron las caricias maternales y no pudo compartir con algún hermano los juegos y las efímeras penas de los años infantiles.
Benigno había vivido con sus padres y una hermana hasta los veinticinco años. A esa edad, perdió en pocos meses a los primeros y vio casarse a la bella joven, que, con su fraternal cariño, hubiera podido dulcificar los pesares de su orfandad. Benigno amó después a una hermosa mujer, que jamás compartió su sentimiento, pero aquellas amarguras y este desengaño no mataron en él el germen de lo bueno que encerraba su alma, y aunque no volvió a amar, ni pensó nunca en casarse, su corazón latía ansioso de cariño, y así acogió con júbilo la proposición que le hiciera Severo, muchos años después, de vivir unidos.
Un amigo con quien conversar a todas horas, con quien evocar los recuerdos, ya que las ilusiones y las esperanzas estaban muertas, un ser que había conocido a su familia y con el que podría hablar de ella, ante quien podría llorar a sus amados muertos, porque la excelente hermana había partido también a un mundo mejor; esto era cuanto deseaba Benigno en el último tercio de su existencia. De carácter bueno y sencillo, se amoldaba pronto a los gustos ajenos; así es que, aunque jamás se había dedicado a coleccionar insectos y aves, no tardó en aficionarse a ellos pasando largas horas en el despacho de Severo contemplando a los unos o disecando a las otras.
Habitaba con los dos viejos una criada, casi de la misma edad que ellos; mujer fría como uno de sus amos, pero servicial y buena como el otro. No había más sirvientes porque Benigno y Severo cuidaban el jardín.
Una tarde que habían salido los dos amigos, el uno al campo en busca de orugas, el otro a comprar unos libros en la ciudad, ocurrió un suceso que vino a alterar en parte la monotonía de la vida de los tres viejos.
Al llegar Severo cerca de la puerta del jardín, de la que se había llevado una de las llaves, vio junto a la tapia un pequeño bulto blanco que se movía. Ya a su lado, oyó un gemido que le pareció de una criatura, pero apenas se fijó en aquello, y cuidando que no se cayesen las orugas que llevaba, abrió la puerta y penetró en su jardín.
Media hora después llegaba Benigno con dos o tres tomos de Historia Natural de diversos autores en la mano, y antes de abrir la puerta con una llave igual a la que tenía Severo, un débil quejido le hizo detenerse. Miró en su derredor y vio a su vez el pequeño bulto blanco. El buen viejo dejó caer los libros y corrió hacia donde se hallaba el tierno ser que parecía reclamar su amparo.
Era una niña envuelta en unos trapos, una niña rubia y de ojos negros, que alguna madre, infeliz o desnaturalizada, había depositado allí.
La pobre criatura miraba vagamente a Benigno y en sus labios parecía dibujarse ya una sonrisa. Debía contar pocos meses y era muy pequeña y delgada. El anciano la contemplaba con profunda emoción, y al fin, olvidándose de sus libros, que no se cuidó de recoger, penetró en el jardín con la niña.
-Mira, Severo -exclamó cuando llegó al despacho-; te traigo una avecilla que sin duda se cayó de un nido, pero no para que forme parte de tu colección muerta, sino para que nos alegre con sus gorjeos dentro de nuestra jaula.
Severo no pudo dominar un gesto de disgusto al ver de lo que se trataba.
-Supongo -dijo-, que eso será una broma y que no pensarás en conservar aquí ese muñeco.
-Te engañas -replicó Benigno-, no arrojaré a la calle lo que Dios puso junto a mi puerta. ¡Un niño se mantiene con tan poco! Leche, mucha leche y algo de pan. Compraré para lo primero una cabra que vivirá comiendo lo que halle en el campo, y en cuanto a lo segundo le bastarán las migas que siempre sobran en nuestra mesa.
-Pero crecerá...
-Entonces comerá lo que nosotros. Aunque no soy rico, puedo mantener a esta niña, porque es una niña, Severo, una niña preciosa a la que querré como a mi hija y que me llamará padre. ¿Acaso no apruebas mi conducta?
-Si eso te agrada o te entretiene -dijo el frío egoísta-, no me puedo oponer a tu deseo, pero procura que no entre mucho en mi despacho cuando ande sola.
La criada tampoco acogió muy bien a la niña, pero viendo que no había más remedio que admitirla, se comprometió a cuidarla. Era buena cristiana, y sospechando que no la habían bautizado, la llevó al día siguiente a la parroquia donde le pusieron un nombre cualquiera que la débil criatura no escuchó jamás.
Pasó algún tiempo. Severo se ocupaba de sus crisálidas, próximas a romper el capullo convirtiéndose en mariposas, y quería que Benigno compartiese su entusiasmo, pero cada vez que le hablaba de ello el excelente anciano respondía:
-Yo también guardo mi crisálida, que un día tendrá alas y se hará mariposa. Pero las alas de ella serán las de la inteligencia, y sus bellos colores darán luz a mi vejez.
Desde entonces Benigno llamó siempre a la niña su mariposa, y cuando ella empezó a comprender no atendió por otro nombre.
El tiempo pasaba despacio, pero Mariposa iba estando cada día más bonita y su protector se complacía en mirarla, esperando con paciencia a que pronunciase su primera palabra y a que diera su primer paso. Estaba casi siempre en el jardín, y cuando los pájaros cantaban, gritaba con júbilo, como si comprendiese lo que entre sí decían. Las flores la acariciaban con su aroma, reemplazando los besos de una madre, que acaso no había recibido jamás. Benigno la quería con todas las fuerzas de su alma, había concentrado en aquella niña su ternura; pero no sabía enseñarla a hablar y no se atrevía a hacerla andar más que breves instantes, porque el pobre anciano se cansaba de inclinarse tanto para sostenerla.
Al fin, como todo llega, Mariposa anduvo y habló. A Benigno le llamaba papá y mamá a la vieja criada. Severo no era más que el coco.
Una tarde, éste, lleno de júbilo, mostró a Benigno una mariposa de alas azules que había roto aquel día su crisálida. Pero al volar por vez primera, el insecto desapareció a su vista y Severo la buscó inútilmente.
Al encender la lámpara por la noche; la mariposa, atraída por la luz, fue a quemarse en ella, perdiendo Severo uno de sus más bellos y raros ejemplares, lo que le ocasionó hondo disgusto.
A la mañana siguiente estaba tan profundamente abstraído, que salió al campo olvidando cerrar la puerta.
Mariposa, que contaba ya dos años y medio, jugaba con algunas florecillas, y poco a poco se fue acercando a la salida del jardín. Al ver ante sí aquel terreno con árboles gigantes, aquel suelo sembrado de margaritas y amapolas, se encaminó hacia allí y siguió una ancha senda que estaba cortada por un riachuelo.
Ella no había visto nunca tanta agua; se sentó a la orilla, se inclinó un poco y vio su imagen reflejada en la cristalina corriente.
-Una nena -dijo señalando con su dedo índice.
Y se acercó más. No sabiendo el peligro que la amenazaba, la tierna criatura continuó avanzando, perdió pie y el pequeño río la arrastró sin que nadie escuchara su débil grito.
Benigno, al no hallarla en la casa, corrió al jardín, y al ver la puerta abierta, tuvo un triste presentimiento.
Siguió a la casualidad el mismo camino que Mariposa, y encontró el cuerpo de la niña cerca del río donde las aguas lo habían arrojado.
Mariposa estaba muerta.
Benigno la cogió en sus brazos y besó llorando los restos del único ser que hacía venturosa su ancianidad.
Iba con su preciosa carga, cuando encontró a Severo.
-Estoy desolado por mi mariposa, dijo éste a su amigo.
-Tu mariposa -replicó Benigno con amargura-; empleó sus alas para buscar el fuego que debía consumirla; la mía tenía también, aunque invisibles, las alas del ángel, y apenas ha podido volar, las ha elevado para buscar el camino del cielo de donde nunca debió bajar. Tú tendrás otras mariposas azules; en cuanto a mí, solo cuando me muera me será devuelta mi Mariposa. ¿Qué objeto tendrá en lo sucesivo mi vida?
Severo se encogió de hombros murmurando:
-¡Bah, por una muñeca! Los chiquillos se reemplazan, todos son iguales, pero no ocurre lo propio con los insectos.
Aquellos dos hombres, tan amigos hasta entonces, no pudieron comprenderse ni simpatizar ya nunca.
La niña, fue enterrada a expensas de su protector en una sencilla sepultura; no faltaron en ella las más hermosas flores mientras vivió Benigno, flores que fueron a besar sus hermanas las mariposas.

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